Nada
peor, más aberrante, que haga más daño que la injusticia, tan antigua como Caín,
que mató a su hermano por envidia, según la Biblia.
La
injusticia determina crímenes y guerra. El resentimiento, la soberbia, la
codicia, y, sobre todo la envidia, son sus principales catalizadores.
Tú
eres mejor que yo en esto, lo otro o lo de más allá, tú tienes esto que me
gusta. Pues ya me las voy a arreglar yo para herirte sin motivo ni fundamento,
o para sacarte lo que quiero. Si no puedo por las buenas, por las malas.
Nada
hay que le saque a uno tanto de quicio como la injusticia, lo injusto. Ni nada
que le lleve a extremos que pueden llegar a ser muy lamentables.
Las
personas como uno, llenas de defectos pero con un acendrado sentido de la
justicia, con el que nacimos y que además nos remacharon parientes, maestros y
amigos podemos equipararnos al Garcín de aquel cuento precioso de Rubén Darío,
que tenía en el cerebro un pájaro azul.
Cuando
se tiene en el cerebro un pájaro azul, o en el corazón la llama de la justicia,
sufrimos la tristeza e incluso la desesperación cuando la hidra verdosa que
sale del agua estancada de una cabeza que apenas tiene dentro más que eso se
nos enrosca en el cuello y nos aprieta.
Ya
sabemos, apenas somos víctimas de la primera injusticia que sufrimos, que nos
esperan muchas más. Por eso quienes nos quieren nos aconsejan que nos
acoracemos, cosa que no siempre es fácil.
Pero,
¡cuidado! A veces el justo –y hay muchos ejemplos en la historia- consigue
sacar fuerzas de flaqueza y revuelca por tierra al injusto. Harto de poner la
otra mejilla, decide medir con la vara que le miden. Y el injusto se va a otros
pagos derrengado.
© José Luis Alvarez Fermosel
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