¿Qué mejor que extraer, en la celebración
del Día del Periodista en Argentina, algunos conceptos del discurso de ingreso en
la Academia Nacional de Periodismo de ese maestro y espejo de profesionales de
la información que fue Martín Allica?
Evocamos a Martín, corpulento, barbado,
jocundo, acaso pope en otra vida -su sortija de obispo, comprada en El Cairo-,
Júpiter tonante de mentirijillas, cultísismo, poliglota, amigo nuestro desde
que llegamos a Buenos Aires, con quien compartimos horas felices y otras no
tanto en la turbulenta marejada de los que quizas fueron los años más difíciles
de la historia reciente de este ubérrimo país, sistemáticamente mal administrado
y mal gobernado.
Martín nos dejo prematuramente, por
desgracia, hace algunos años, cuando aún cabía esperar muchas muestras de su
ingenio, su “savoir faire”, su calidad y su calidez. Porque era tan buen ser
humano como buen periodista.
Martín Allica afirmó en su discurso –en el
que tuvo la gentileza de nombrarme- que los primeros cronistas de la era
cristiana fueron Mateo, Marcos, Lucas y Juan “(…) que no sabían de
globalizaciones, sino de universalización en la Palabra de Vida eterna, ni dextrógira
ni sinistrógira”.
Allica recordó que los cuatro evangelistas
fueron tenaces hasta el martirio por defender los verdaderos derechos
fraternos, a principiar por los pobres, los débiles, los enfermos, los
desclasados y los considerados extranjeros y despreciables.
¡Qué bueno sería que, como los bíblicos
reporteros citados, recusáramos la mentira, el lenguaje soez como prenda de la
herejía (es un decir) reduccionista del idioma, la chismología, la
chabacanería, el mercenarismo, el oportunismo, la difamación, el libelo, la
extorsión y el exhibicionismo!
Para Martín Allica, la primera obligación
del periodista tendría que ser proteger y ayudar con el don del concepto justo
y el ejemplo existencial.
“Serían los recipiendarios de nuestra
protección -enumeraba el académico en su discurso-, todos los
sentenciados a remar en las galeras de
la ignorancia, el abandono, la idolatría del consumismo, el trabajo indecente o
ilegal, la cursilería que rebaja la dignidad del mensajero y el destinatario,
el pauperismo y la discriminación de cualquier género, la indisponibilidad al
diálogo, la desinformación ilustrada y aun la tortura psicológica del semejante
premiada con una recompensa metálica, porque la misión del Maestro y de sus
comunicadores sociales fue la de redimirnos y enaltecernos en la verdad y como
vehículos de esa verdad que aproxima”.
Lo anterior forma parte de la deontología
del periodismo desde el punto de vista de un hombre de acendrada fe católica
que, empero, respetaba a quienes profesaban otros credos o posturas
filosóficas, e incluso a los agnósticos.
Los periodistas somos la infantería de las
letras, pero eso no nos exime, al contrario, ha de impulsarnos a hacer
literatura, hablo de literatura en serio, no de lírica fácil, ni del pedantesco
alambicamiento de los falsos intelectuales de gafas cuadradas con montura negra
de Martin Nahra.
La verdadera literatura
La verdadera literatura, como la auténtica
delicadeza, está casi siempre en las cosas pequeñas, en apariencia poco
importantes, en los detalles. Hay que peraltar el detalle, de modo de conseguir
la mágica profundidad del cuadro vital. Stendhal decía que no hay originalidad
más que en el detalle.
Otro querido escritor, que volcó quizás lo
mejor de su producción en los periódicos, siempre extramuros de las
redacciones, fue César González-Ruano, cronista tenaz y fascinante de la
nostalgia y las pequeñas cosas de la vida.
Lo citamos con frecuencia en estas páginas
porque tuvimos la suerte de conocerlo en Madrid y forjar una amistad, a pesar
de la diferencia de edad que nos separaba. Aprendimos mucho de su andadura
profesional y vital.
González-Ruano amparó siempre su labor
literaria de escritor de diarios bajo esta frase de Racine: “Toute l’invention
consiste à faire quelque chose de rien”. Toda la invención consiste en
hacer cualquier cosa de la nada.
Si uno tiene la suerte de ser un
periodista a quien sus mandantes le permiten que escriba de lo que quiera
–después de haber hecho su noviciado-, debe preferir los temas pequeños a los
grandes. Y, naturalmente, no ser objetivo, en contra de lo que predican los
capataces del oficio. La clave está en la subjetividad.
Por último, recuerdo en este Día del
Periodista a los compañeros que ya no están. Unos fueron amigos del alma, con
otros disentimos. Algunos, como Hemingway, supieron dejar el periodismo a
tiempo. Otros murieron en acción. Otros siguen en la brecha, aquí y en la otra
orilla. No olvidaré a ninguno de ellos.
A los jóvenes, a los que empiezan, les
deseo que tengan aciertos y éxitos; que levanten una desusada bandera de
concordia, sin que ello signifique que no tengan que denunciar lo que hay que
denunciar y criticar lo que hay que criticar.
“El pueblo no debe contentarse con que sus
jefes obren bien, debe aspirar a que nunca puedan obrar mal”, escribió
Mariano Moreno en La Gazeta de Buenos-Ayres, el primer periódico de la
independencia, que él fundó el 7 de junio de 1810.
¡Feliz Día del Periodista para todos!
© José Luis Alvarez Fermosel
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