En una época lejana los sastres baratos de
París eran casi todos polacos. Que fueran baratos no quiere decir que fueran
malos. Muchos funcionarios de la Policía Judicial y de su rival, La Sureté, se
vestían en sus tabucos de la orilla izquierda.
La Sureté estaba llena de corsos. Casi
todos eran bajitos, llevaban bigote con guías y una sortija con un brillante
(falso) en el dedo anular de la mano izquierda.
En Madrid, muchos zapateros remendones
eran gallegos. El nuestro era un hombre todavía joven, alto, de ojos azules,
que se parecía mucho a Bing Crosby. El lo sabía, porque aunque no iba al cine
porque no tenía tiempo ni dinero que gastar en diversiones, se lo habían dicho
las empleadas domésticas, que sí iban a los cines de barrio con amigas algún día
entre semana por la tarde.
Cuando iban los domingos con sus novios a
las salas donde daban dos películas, no se enteraban de ninguna de las dos,
desde la última fila en la que se acomodaban...
En la Gran Vía relucían las carteleras
multicolores de los cines, a los que concurría las noches de estreno el
“gratin” de la sociedad madrileña.
La radio era espléndida y su locutor y
animador estrella el chileno Bobby Deglané. De la televisión, mejor no hablemos.
En lo que al teatro se refiere, Alfonso
Paso llegó a tener cuatro o cinco obras en cartel. La gente iba con frecuencia al
teatro, que no era tan caro como ahora. Iba, específicamente, a ver a Alfonso
Paso, un gran escritor y un ser humano excepcional.
Artistas de renombre
internacional
En verano venían de fuera artistas de
renombre internacional como Mona Bell –que fue “crooner” de Roberto Inglez-
y Charles Aznavour. Actuaban en las
llamadas “salas de fiestas” Florida y Pavillón, en el parque del Retiro, con figuras
locales como Gloria Laso y José Guardiola.
Había verbenas. La de San Antonio era la
más lucida, quizás por ser la primera. Ya lo dijo Antonio Trueba: “La primera
verbena que Dios envía es la de San Antonio de la Florida”. La gente lo pasaba
bien, quizás porque no tenía muchas pretensiones. Verbenas, las tascas,
bailongos de barrio, como los de El Agudo y La Bombilla. El tiempo se deslizaba
con sordina.
Era otro Madrid.
Pero todo el mundo trabajaba. No vivíamos
en la luna. Los chicos íbamos al colegio por la mañana y por la tarde y sólo
teníamos libres los jueves por la tarde y los domingos. Al menos en los
Maristas, con los que yo me eduqué.
Había límites. Ni chicos ni grandes podían
hacer lo que les diera la gana, estuviera bien o mal. Había orden y concierto.
Hacíamos deporte, más por estar en buena
forma que por figurar. En la educación física no estaban presentes los
esteroides ni los anabólicos. Claro, no se conocían.
Vestíamos lo mejor que podíamos, de
acuerdo con nuestras posibilidades y según las normas de decencia y decoro
imperantes, que considerábamos elementales y ahora son objeto de risa.
Los sastrecillos polacos
Acudieron a mi recuerdo los sastrecillos
polacos de París, probablemente por una asociación de ideas surgida de la
diferencia abismal entre la manera de vestir del hombre de hoy en día y el de
entonces, que tiene mucho que ver con su manera de ser y de comportarse.
Los niños soñábamos con crecer para
ponernos los pantalones largos. Una vez materializado nuestro sueño, no
volvíamos a usar pantalones cortos más que para jugar al fútbol, o practicar
otros deportes.
Hoy se ven por todas partes –barrios
elegantes incluidos- señores mayores de aspecto respetable con pantalones
cortos, bermudas o esos pantalones llamados pescadores que no llegan a los
tobillos. Cuando hace calor y cuando hace frío. Es una moda. Universal, al
parecer.
Los adolescentes quieren eternizarse en
ese estado del ni: ni hombres ni niños, pero más cerca de la infancia que de la
madurez. Los hombres maduros juegan a ser niños, de ahí que traten de vestirse
como ellos. Algunos se visten de mujer.
Se prescinde de la corbata –que ya sólo
usamos los caballeros anclados en la antigüedad-, pero se desecha, más que por incómoda
por considerársela una prenda distintiva de la “haute bourgeoisie”.
Los pantalones se llevan estrechísimos,
como calzas, y se enrollan a la altura de los tobillos. Los zapatos son
enormes. Calces el número que calces, hay un excedente centrado en la punta que
hace grandísimos los pies, también por la estrechez del pantalón. Es lo último
de lo último de una moda masculina que tiene más de desmesura que de elegancia.
Se hace un culto apasionado de lo feo, de la
fealdad. El feismo está otra vez en boga como lo opuesto a lo estético, a lo
armónico. Ha vuelto el feísmo químicamente puro.
El feísmo actual agrede la sensibilidad de
la gente, de aquellos cuyo criterio estético se desprecia. Carece de pretensiones
artísticas y morales, ha desertado del
territorio del arte. Películas como “Freaks”, de Tod Browning e “Idiocracia”,
de Mike Judge, muestran esta tendencia, que está en su momento culminante.
Lo peor de todo es la fealdad interna, la
de fondo, que también se da mucho, por desgracia.
© José Luis Alvarez Fermosel
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