Jean Baptiste Simeón Chardin (1699-1799) fue un pintor que se movió con sigular maestría entre el silencio y una difusa luz gris, como de atardecer: entre Vermeer y Cézanne.
Una de sus peculiaridades la constituye el hecho de que quizás fue el único artista del siglo XVIII que careció de formación académica y que no hizo el canónico viaje a Roma.
Se interesó, esencialmente, por las escuelas flamenca y holandesa. Le apasionaron los pequeños detalles, los acontecimientos diarios, los hábitos cotidianos, los estrechos círculos de las familias modestas y los sentimientos ligeros.
Chardin no buscó inspiración en salones aristocráticos ni en jardines señoriales. Alternó la pintura de naturalezas muertas con las de temas basados en la realidad circundante. Pero no es por eso el suyo un arte despojado de sentimiento; por el contrario, está lleno de valores humanos y opciones figurativas.
La muestra suprema de su originalidad fue la pintura de su autorretrato, a los 76 años, que expusó casi inmediatamente después en el salón de 1775, junto al retrato de su segunda mujer, Marguerite Pouget.
Cosa rara: el pintor, tan amante de la realidad, hizo de sí mismo una interpretación imprevisible, bizarra y “sui generis”, algo así como el resumen distorsionado de una existencia, o la última página, emborronada, de la historia de una vida.
No faltan quienes opinan –entre ellos Stefano Zutti- que Chardin quiso, en realidad, aparecer disfrazado, o poco menos, y de ahí el turbante, los llamativos anteojos y la visera, con la que pareciera querer protegerse de la luz.
Marcel Proust admiró siempre esta pintura, que presenta a Chardin como a un viejo turista inglés.
El cuadro está pintado al pastel, la última técnica que utilizó Chardin. Es una obra fascinante y un expresivo documento probatorio de la imprevisibilidad de los grandes artistas.
Chardin, y por eso a mí me gusta tanto, se detiene con particular interés en los objetos inanimados, en esas naturalezas muertas tan suyas, envueltas por un velo de suaves azules y blancos.
Un ligero desenfoque empaña imperceptiblemente los contornos de esas imágenes. El artista se las arregla para mostrar ese polvo sutil, más aún, impalpable, que desciende en silencio sobre las cosas, imprimiéndoles una pátina que las eterniza en una dimensión intemporal y melancólica.
Una de sus peculiaridades la constituye el hecho de que quizás fue el único artista del siglo XVIII que careció de formación académica y que no hizo el canónico viaje a Roma.
Se interesó, esencialmente, por las escuelas flamenca y holandesa. Le apasionaron los pequeños detalles, los acontecimientos diarios, los hábitos cotidianos, los estrechos círculos de las familias modestas y los sentimientos ligeros.
Chardin no buscó inspiración en salones aristocráticos ni en jardines señoriales. Alternó la pintura de naturalezas muertas con las de temas basados en la realidad circundante. Pero no es por eso el suyo un arte despojado de sentimiento; por el contrario, está lleno de valores humanos y opciones figurativas.
La muestra suprema de su originalidad fue la pintura de su autorretrato, a los 76 años, que expusó casi inmediatamente después en el salón de 1775, junto al retrato de su segunda mujer, Marguerite Pouget.
Cosa rara: el pintor, tan amante de la realidad, hizo de sí mismo una interpretación imprevisible, bizarra y “sui generis”, algo así como el resumen distorsionado de una existencia, o la última página, emborronada, de la historia de una vida.
No faltan quienes opinan –entre ellos Stefano Zutti- que Chardin quiso, en realidad, aparecer disfrazado, o poco menos, y de ahí el turbante, los llamativos anteojos y la visera, con la que pareciera querer protegerse de la luz.
Marcel Proust admiró siempre esta pintura, que presenta a Chardin como a un viejo turista inglés.
El cuadro está pintado al pastel, la última técnica que utilizó Chardin. Es una obra fascinante y un expresivo documento probatorio de la imprevisibilidad de los grandes artistas.
Chardin, y por eso a mí me gusta tanto, se detiene con particular interés en los objetos inanimados, en esas naturalezas muertas tan suyas, envueltas por un velo de suaves azules y blancos.
Un ligero desenfoque empaña imperceptiblemente los contornos de esas imágenes. El artista se las arregla para mostrar ese polvo sutil, más aún, impalpable, que desciende en silencio sobre las cosas, imprimiéndoles una pátina que las eterniza en una dimensión intemporal y melancólica.
© José Luis Alvarez Fermosel
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