Ya he recordado en este blog que Francisco Umbral decía: “Zapatos limpios, pensamientos claros”.
El usaba indistintamente zapatos y botas. Le gustaban las botas -de vestir, se entiende-: las negras, de media caña, de tafilete, suela de material y un tacón apenas más alto que el de los zapatos –sin llegar a la exageración de los bailarines de tango, que como son todos, o casi todos, bajos, usan unos tacones enormes-. Umbral -que medía más de un metro ochenta y cinco- sostenía que los hombres altos deben potenciar su altura.
Además, las canillas del hombre son uno de sus puntos débiles. Unas canillas delgadas, pero no esbeltas, entre el vuelo del pantalón y la escasa arrogancia del zapato, quedan generalmente ridículas.
Eso sí, las botas deben carecer de todo efecto campesino, rural o ecuestre. Tienen que ser finas y terminar en punta como los zapatos.
Tanto las botas como los zapatos han de brillar como espejos. No se concibe un hombre elegantemente vestido, con un traje de buen corte, camisa y corbata de gran calidad y unos zapatos opacos que no han visto el betún ni la bayeta en varios meses.
En esto del vestir, como en tantas otras cosas, el detalle tiene suma importancia. Unos buenos zapatos, o unas buenas botas, que terminen la figura con mejor base, son imprescindibles si se quiere sentar plaza de elegante. Eso sí, no nos cansaremos de repetirlo, botas y zapatos tienen que estar bien lustrados. Tanto los de los hombres como los de las mujeres, siempre que sus zapatos, o sus botas, sean de un material que brille cuando se los limpia y cepilla como Dios manda.
De ahí que en Madrid, cuando se calzaban zapatos de “box calf” o de un cuero muy fino, en vez de mocasines, zapatillas deportivas, botas de nobuk y ojotas, la preocupación de todo hombre a quien le gustara vestirse bien fuera tener siempre a mano un limpiabotas que le lustrara el calzado.
Los que salíamos mucho teníamos nuestro lustrabotas en alguno de los clubes o bares que frecuéntabamos. Lo primero que hacíamos era ponernos en sus manos. Ya con los zapatos relucientes, nos lanzábamos al espacio.
Francisco Umbral, además de ser un buen escritor, era un esteta. Le chocaba, por ejemplo, que el poeta Gerarde Diego llevara siempre los calcetines cortos, flojos, caídos y de color marrón.
Hay cosas que uno no puede hacer, sobre todo si es poeta, condición de hombre que lo aupa a un parnaso, o por lo menos lo distingue, hace suponer que es una persona sensible, que tiene una espíritu fino y elevado. Un hombre que hace versos no es como los demás, está tocado con una varita mágica, es un elegido de los dioses, o de la musa Erato. No puede permitirse el lujo de que su alma, o su cuerpo muestren algo vulgar, ordinario, sucio. O que huela mal. ¿Se imaginan a un poeta que huela a sudor?
Schopenhauer decía que la belleza era una carta de recomendación que de antemano ganaba los corazones. No todos podemos ser buenos mozos y lucir elegantes, pero al menos presentémonos limpios
Paco Umbral, que se fijaba en todo y no se callaba nada, incluye en su antología de escritores “Las palabras de la tribu” al gran escritor y “gourmet” Alvaro Cunqueiro, de quien dice que todo lo que escribía tenía al fondo unas divinas palabras, un latín callado y resonante que era el ritmo secreto de su estilo. Le dedica un capítulo. A la mitad del capítulo en cuestión observa: “Cunqueiro tenía por norma lavarse poco los pies, en lo cual quizá llevaba razón, y por los pies le entró la muerte”.
Todavía no se asentó la polvareda que levantó el derrumbamiento de los mitos que Francisco Umbral hizo caer de sus pedestales.
El usaba indistintamente zapatos y botas. Le gustaban las botas -de vestir, se entiende-: las negras, de media caña, de tafilete, suela de material y un tacón apenas más alto que el de los zapatos –sin llegar a la exageración de los bailarines de tango, que como son todos, o casi todos, bajos, usan unos tacones enormes-. Umbral -que medía más de un metro ochenta y cinco- sostenía que los hombres altos deben potenciar su altura.
Además, las canillas del hombre son uno de sus puntos débiles. Unas canillas delgadas, pero no esbeltas, entre el vuelo del pantalón y la escasa arrogancia del zapato, quedan generalmente ridículas.
Eso sí, las botas deben carecer de todo efecto campesino, rural o ecuestre. Tienen que ser finas y terminar en punta como los zapatos.
Tanto las botas como los zapatos han de brillar como espejos. No se concibe un hombre elegantemente vestido, con un traje de buen corte, camisa y corbata de gran calidad y unos zapatos opacos que no han visto el betún ni la bayeta en varios meses.
En esto del vestir, como en tantas otras cosas, el detalle tiene suma importancia. Unos buenos zapatos, o unas buenas botas, que terminen la figura con mejor base, son imprescindibles si se quiere sentar plaza de elegante. Eso sí, no nos cansaremos de repetirlo, botas y zapatos tienen que estar bien lustrados. Tanto los de los hombres como los de las mujeres, siempre que sus zapatos, o sus botas, sean de un material que brille cuando se los limpia y cepilla como Dios manda.
De ahí que en Madrid, cuando se calzaban zapatos de “box calf” o de un cuero muy fino, en vez de mocasines, zapatillas deportivas, botas de nobuk y ojotas, la preocupación de todo hombre a quien le gustara vestirse bien fuera tener siempre a mano un limpiabotas que le lustrara el calzado.
Los que salíamos mucho teníamos nuestro lustrabotas en alguno de los clubes o bares que frecuéntabamos. Lo primero que hacíamos era ponernos en sus manos. Ya con los zapatos relucientes, nos lanzábamos al espacio.
Francisco Umbral, además de ser un buen escritor, era un esteta. Le chocaba, por ejemplo, que el poeta Gerarde Diego llevara siempre los calcetines cortos, flojos, caídos y de color marrón.
Hay cosas que uno no puede hacer, sobre todo si es poeta, condición de hombre que lo aupa a un parnaso, o por lo menos lo distingue, hace suponer que es una persona sensible, que tiene una espíritu fino y elevado. Un hombre que hace versos no es como los demás, está tocado con una varita mágica, es un elegido de los dioses, o de la musa Erato. No puede permitirse el lujo de que su alma, o su cuerpo muestren algo vulgar, ordinario, sucio. O que huela mal. ¿Se imaginan a un poeta que huela a sudor?
Schopenhauer decía que la belleza era una carta de recomendación que de antemano ganaba los corazones. No todos podemos ser buenos mozos y lucir elegantes, pero al menos presentémonos limpios
Paco Umbral, que se fijaba en todo y no se callaba nada, incluye en su antología de escritores “Las palabras de la tribu” al gran escritor y “gourmet” Alvaro Cunqueiro, de quien dice que todo lo que escribía tenía al fondo unas divinas palabras, un latín callado y resonante que era el ritmo secreto de su estilo. Le dedica un capítulo. A la mitad del capítulo en cuestión observa: “Cunqueiro tenía por norma lavarse poco los pies, en lo cual quizá llevaba razón, y por los pies le entró la muerte”.
Todavía no se asentó la polvareda que levantó el derrumbamiento de los mitos que Francisco Umbral hizo caer de sus pedestales.
© José Luis Alvarez Fermosel
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Zapatos y botas
Zapatos limpios, pensamientos claros
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