Todo lo que no es diálogo es desvarío,
pura locura.
El diálogo, esa forma de comunicación
entre los seres humanos, llegó a su expresión más sublime con aquél que…
¡Ah, aquel diólogo…! Lo repito tántas
veces al día… Y sueño con él una noche sí y otra también.
Aquellas palabras deberían estar bordadas en
inmensas letras de oro en una cinta de roja seda china que rodeara el mundo: al
estilo de la leyenda impresa en los globos terráqueos que inmortaliza la hazaña
del intrépido nauta español Juan Sebastián Elcano, al haber dado la primera
vuelta al mundo en el siglo XVI: Primus
circumdedisti me (El primero que me circunnavegó).
¡Qué Diálogos de Platón, ni los
ciceronianos revitalizados en el Renacimiento por Erasmo, Luis Vives y en lenguas vulgares por Juan de
Valdés, Pedro Mejía, etc.!
Ni el Diálogo de Lactancio y un arcidiano de
Alfonso de Valdés, ni los diálogos de Luciano de Samosata; ni los
estructurados, ni los espontáneos, ni mucho menos los que escriben autores de
teatro y guionistas de películas a las que conceden el Oscar de Hollywood.
Lo escuché hace muchos años: la noche en
que enfilaba a encontrarme con una suripanta en la Venta La Peque, en Peña
Grande. Aún no había ido al para mí enigmático Hotel del Negro.
Las palabras percutían el aire perfumado
por la jara y el romero del campo, a la luz azul de la luna llena, como en
verso sincopado y violento.
El diálogo en cuestión no tiene punto de
comparación con ningún otro, los gana a todos por goleada; es un diálogo que ya
está en la historia como el que encierra más talento, más ingenio, más
originalidad, más espiritualidad, más enjundia: en fin, más de todo.
Me tiembla el pulso al transcribirlo:
- ¿De dónde vienes,
Garrido?
- Vengo de la lechería.
© José Luis Alvarez Fermosel
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