viernes, 6 de marzo de 2015

Diálogo



Todo lo que no es diálogo es desvarío, pura locura.
El diálogo, esa forma de comunicación entre los seres humanos, llegó a su expresión más sublime con aquél que…
¡Ah, aquel diólogo…! Lo repito tántas veces al día… Y sueño con él una noche sí y otra también.
Aquellas palabras deberían estar bordadas en inmensas letras de oro en una cinta de roja seda china que rodeara el mundo: al estilo de la leyenda impresa en los globos terráqueos que inmortaliza la hazaña del intrépido nauta español Juan Sebastián Elcano, al haber dado la primera vuelta al mundo en el siglo XVI:  Primus circumdedisti me (El primero que me circunnavegó).
¡Qué Diálogos de Platón, ni los ciceronianos revitalizados en el Renacimiento por Erasmo, Luis     Vives y en lenguas vulgares por Juan de Valdés, Pedro Mejía, etc.!
Ni el Diálogo de Lactancio y un arcidiano de Alfonso de Valdés, ni los diálogos de Luciano de Samosata; ni los estructurados, ni los espontáneos, ni mucho menos los que escriben autores de teatro y guionistas de películas a las que conceden el Oscar de Hollywood.
Lo escuché hace muchos años: la noche en que enfilaba a encontrarme con una suripanta en la Venta La Peque, en Peña Grande. Aún no había ido al para mí enigmático Hotel del Negro.
Las palabras percutían el aire perfumado por la jara y el romero del campo, a la luz azul de la luna llena, como en verso sincopado y violento. 
El diálogo en cuestión no tiene punto de comparación con ningún otro, los gana a todos por goleada; es un diálogo que ya está en la historia como el que encierra más talento, más ingenio, más originalidad, más espiritualidad, más enjundia: en fin, más de todo.
Me tiembla el pulso al transcribirlo:
- ¿De dónde vienes, Garrido?
- Vengo de la lechería.

© José Luis Alvarez Fermosel

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