domingo, 29 de marzo de 2015

Lluvia III



He escrito aquí mismo contra la lluvia. Lo vuelvo a hacer, sin que me importen las críticas de los poetas y cronistas que la elogian constantemente, con estrofas de percal.
Todo eso de la caricia de la lluvia en el rostro acalorado, su  repiqueteo en los techos de hojalata, la fina lluvia del atardecr, esa lluvia que no moja… es una pamema y se dice y se escribe para hacer literatura de emergencia.
En primer lugar, todas las lluvias mojan, y si se deja uno estar empapan. La lluvia muy fina, casi imperceptible, se llama orballo en Galicia, chirimiri en la comunidad autónoma vasca, calabobos en Madrid y garúa en varios países latinoamericanos y en los tangos.
Suena muy bien, pero es esa lluvia especial que se anticipa al verdadero frío del invierno, y que tiene la propiedad de insinuarse por el cuello y a través de los zapatos; esa lluvia sucia y triste, pintiparada para los catarros de nariz; lluvia que te impulsa a quedarte en casa, y convierte a los transeúntes en fantasmas que acechan tras las vidrieras.
Ni que hablar de la lluvia torrencial que anega calles, barrios, cobra víctimas y siembra la ruina y la destrucción.  
La lluvia me ha perseguido sañudamente desde mi más tierna infancia.
Por eso no soy objetivo al hablar de ella. La lluvia me obligó a postergar citas, me chafó más de una excursión al campo, me convirtió trajes nuevos en informes masas de tela mojada y me provocó varios catarros, de chico y de grande.
Cuando viví en países lluviosos, como Inglaterra, me acostumbré a llevar siempre paraguas, como los ingleses; e hice con ellos –con los paraguas, no con los ingleses- lo que que hago siempre: perderlos.
Tuve uno precioso, con el mango de madera de ébano y una chapita dorada con mis iniciales. Después de perderlo empecé a comprarlos de a dos, y los más baratos que encontraba.
El fastidio, la incomodidad, la mortificación que te produce la lluvia cuando te cae encima, el paisaje turbio, el hecho de que no puedas hacer nada que requiera un tiempo seco es una futesa, en comparación con las desgracias y la destrucción que ocasiona la lluvia desatada, provocando con su acompañamiento, en muchas ocasiones, de desbordes de ríos, arroyos y otros cursos de agua.
Cuando los meteorólogos de la televisión informan que va a llover tres o cuatro días seguidos se te pone el pelo de punta, sólo de pensar en los desastres que puede causar la lluvia, que tan beneficiosa es para el campo, donde jamás cae.

© José Luis Alvarez Fermosel

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