miércoles, 16 de julio de 2014

Noche de tango y Mandarine Napoleón



Bailan un tango, justo cuando la porteña melodía arrabalera empieza a tomar el mundo como quien toma La Bastilla.   
Da gusto verlos tan bien conjuntados, tan elegantes.
Ella toda de gris, él de frac –¿se imaginan? ¡De frac…!-. Ella es rubia y grácil. El frac del caballero está muy bien cortado. Lo lleva con esa naturalidad tranquila que exige la etiqueta. El escorzo define y remarca. ¡Si hasta casi se ve la música!
El lleva una sortija con una pequeña piedra negra en un dedo de la mano que tiene voluntad de deslizamiento…
Una pareja de otros tiempos, quizás de los adecuadamente llamados “los locos veintes”, años de jade y champán, cigarrillos “Gold Flakes”, cabarés de lujo, automóviles con estribo y, algunos, con tapicería de terciopelo; señoras con pamelas, como la que se ve borrosamente al fondo de esta imagen, sentada a una mesa con mantel blanco y en denodada actitud de aburrimiento.
Es París, indudablemente, esto es París. El lugar bien podría ser Maxim’s. El año, mil novecientos veintitantos. Todo el “charme” del París de esa época y los amores locos.
Ese mundo burbujeante y un poco delicuescente de las novelas de Elinor Glyn, Colette y Gertrude Stein, con un Hemingway que empezaba. Drieu La Rochelle, Francis Carco, putangas, efebos y golfantes.
Eternas noches de “jazz”, muselina, Mandarine Napoleón, mansardas y sexo dulce. Mañanas con resaca y sopa de cebolla en Les Halles.
Y la alegría descocada, y las violetas en primavera, y el Sena gris, y la lluvia, y los toldos relucientes de las terrazas de los cafés de la orilla izquierda.
¡Qué hermosa postal de tiempos idos, en los que uno no existía y por eso no pudo bailar de frac con ella una noche azul e inolvidable!

Ilustración:

“Bailadores de Tango”, de
Rafael De Penagos Zalabardo        

© José Luis Alvarez Fermosel 

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