“Sombra, aún vives en el espejo”, dijo Vicky Baum. Es así, los espejos están llenos de sombras y, lo que es peor, de fantasmas. Por eso es tan peligroso mirarse en ellos. A lo mejor se ve algo, o a alguien que uno no se proponía ver.
Recuerdo el caso de una señora que le había hecho la vida tan imposible a su marido que éste no tuvo más remedio que morirse.
Un día la viuda, después de emperifollarse para ver a su amante, se miró en un gran espejo de luna antes de salir y vio la cara de su esposo que le guiñaba un ojo, picarón: al parecer, donde se encontraba estaba mejor que en su casa, con su mujer. A ésta le dio un telele y no se repuso jamás. Tuvo que pasar el resto de sus días en una de las llamadas casas de salud, donde precisamente la salud brilla por su ausencia.
En los espejos pequeños uno se ve bien –aparentemente…-. Los que tienen aumento, como las lupas, nos muestran, inmisericordes, impurezas, surcos, pelos en la nariz, alguna espinilla y…¡arrugas! Arrugas que no habíamos advertido que nos circundaban los ojos cansados y las comisuras de una boca que una vez fue firme y túmida.
Pero los espejos grandes, ah, los espejos grandes…, ¡qué esotéricos, qué peligrosos son! Uno entra en ellos y no sale jamás. Lo que queda es el cuerpo. El alma se sumerge en un lago de azogue y mercurio y ya no sale más. Es un anticipo del infierno.
No en vano los espejos ocupan un lugar importante en las supersticiones populares. No pueden romperse sin que, más tarde o más temprano, suceda una desgracia.
Los espejos se enteran de todo lo que hacemos. No dejan de vernos ni un segundo. Y cada dos por tres nos devuelven, multiplicada por mil, alguna de nuestras miserias.
Son la conciencia forjada por el cristal de las lágrimas que hemos derramado por nuestros pecados, por nuestros amores contrariados, y por los imposibles, y por las pérdidas de nuestros seres queridos, y por lo que quisimos hacer y no hicimos, y por lo que pudo haber sido y no fue…
Los espejos son temibles. Los relámpagos de las tormentas los rayan de azul eléctrico y eso los contiene. Pero enseguida vuelven a ponerse tersos y claros, y vuelven a engañarnos con su aparente limpidez.
Hay que desconfiar, sobre todo, de aquellos espejos a los que se les va al azogue, a los que van agrientándose. Son los espejos viejos, y están llenos de frustraciones y resentimientos.
Los espejos salen siempre en películas de intriga y terror, y no hacen buen papel. Siempre reflejan el rostro del asesino, puñal en mano, o la cara ajada y pálida de una mujer que solloza.
Suele decirse: claro y limpio como un espejo. No hay tal. Los espejos, aun recién lavados y sin huellas de dedos, de carmín para labios de mujer ni de cremas de belleza, son oscuros, sucios y masturbadores como los malos espíritus que pueblan las mansiones abandonadas y casi derruídas, y persiguen sin éxito, en noches de luna llena, a blancos fantasmas de bellas damas muertas de amor, o por amor.
Recuerdo el caso de una señora que le había hecho la vida tan imposible a su marido que éste no tuvo más remedio que morirse.
Un día la viuda, después de emperifollarse para ver a su amante, se miró en un gran espejo de luna antes de salir y vio la cara de su esposo que le guiñaba un ojo, picarón: al parecer, donde se encontraba estaba mejor que en su casa, con su mujer. A ésta le dio un telele y no se repuso jamás. Tuvo que pasar el resto de sus días en una de las llamadas casas de salud, donde precisamente la salud brilla por su ausencia.
En los espejos pequeños uno se ve bien –aparentemente…-. Los que tienen aumento, como las lupas, nos muestran, inmisericordes, impurezas, surcos, pelos en la nariz, alguna espinilla y…¡arrugas! Arrugas que no habíamos advertido que nos circundaban los ojos cansados y las comisuras de una boca que una vez fue firme y túmida.
Pero los espejos grandes, ah, los espejos grandes…, ¡qué esotéricos, qué peligrosos son! Uno entra en ellos y no sale jamás. Lo que queda es el cuerpo. El alma se sumerge en un lago de azogue y mercurio y ya no sale más. Es un anticipo del infierno.
No en vano los espejos ocupan un lugar importante en las supersticiones populares. No pueden romperse sin que, más tarde o más temprano, suceda una desgracia.
Los espejos se enteran de todo lo que hacemos. No dejan de vernos ni un segundo. Y cada dos por tres nos devuelven, multiplicada por mil, alguna de nuestras miserias.
Son la conciencia forjada por el cristal de las lágrimas que hemos derramado por nuestros pecados, por nuestros amores contrariados, y por los imposibles, y por las pérdidas de nuestros seres queridos, y por lo que quisimos hacer y no hicimos, y por lo que pudo haber sido y no fue…
Los espejos son temibles. Los relámpagos de las tormentas los rayan de azul eléctrico y eso los contiene. Pero enseguida vuelven a ponerse tersos y claros, y vuelven a engañarnos con su aparente limpidez.
Hay que desconfiar, sobre todo, de aquellos espejos a los que se les va al azogue, a los que van agrientándose. Son los espejos viejos, y están llenos de frustraciones y resentimientos.
Los espejos salen siempre en películas de intriga y terror, y no hacen buen papel. Siempre reflejan el rostro del asesino, puñal en mano, o la cara ajada y pálida de una mujer que solloza.
Suele decirse: claro y limpio como un espejo. No hay tal. Los espejos, aun recién lavados y sin huellas de dedos, de carmín para labios de mujer ni de cremas de belleza, son oscuros, sucios y masturbadores como los malos espíritus que pueblan las mansiones abandonadas y casi derruídas, y persiguen sin éxito, en noches de luna llena, a blancos fantasmas de bellas damas muertas de amor, o por amor.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
Por eso Borges les temía...
un abrazo Caballero...
Claro, Titán. Los espejos se las traen. Gracias por comunicarte y un abrazo.
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