jueves, 20 de mayo de 2010

Ciudad pálida

La ciudad estaba pálida, hoy. No sin sol, ni con resolana, ni nublada, sino pálida. Con esa palidez cerúlea de los rostros de los artistas de circo, que se identifica con el pesado maquillaje que parece de yeso. Pálida como una mujer que sale sola por la mañana, con ojeras, de una casa en la que entró acompañada por la noche.
La ciudad parecía otra. Una ciudad conocida y desconocida al mismo tiempo, como las ciudades de los sueños.
Los árboles estaban blanquecinos, el cielo completamente blanco. Toda la gente parecía vestida de gris claro. Los edificios –bloques de hormigón- no encajaban en el paisaje urbano pálido; se diría que acababan de ser descargados de camiones conducidos por fantasmas.
No se veía gente joven, ni perros. No había alegría. Todo latía lentamente, por momentos.
No había humo de campos quemados cerca, como otras veces; ni nubes en el cielo blanco, ni bruma. La ciudad, pasado el mediodía, iba camino de convertirse en un dibujo de Chris Ware.
La ciudad estaba pálida. Todo parecía hacer un esfuerzo para salir de una rara sordina diluída.
Venían recuerdos de otras ciudades, otras vivencias, otros olores.
Acaso fuera uno el que estuviera pálido.


© José Luis Alvarez Fermosel

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