viernes, 7 de mayo de 2010

La nueva masculinidad

La nueva masculinidad se viste con falda y calza tacones de aguja.
Es que arrecia la moda, la costumbre, la determinación o lo que sea de que el hombre se vista de mujer.
Todavía no lo hace para ir a trabajar, a las reuniones o a las fiestas; pero siempre que puede, en la intimidad o no tanto, solo o con otros hombres, ocasionalmente con su propia esposa se pone una blusa, una falda, se encarama a unos tacones y se contonea frente a un espejo.
Recordamos que hay establecimientos repartidos por todo Buenos Aires con amplias habitaciones con armarios repletos de ropa femenina. Los hombres acuden a ellos, se prueban varios vestidos y se pasan un buen rato yendo y viniendo de un extremo a otro de un gran salón con espejos adosados a las paredes.
Unas avispadas muchachas alquilan a buen precio esos salones y se están haciendo de oro. Han sido entrevistadas por los medios.
Ya se ven en la televisión anuncios que publicitan artículos para hombres y mujeres. Los protagonizan modelos vestidos de mujer.
No se trata de trasvestismo, ni de cosas de gays. Hombres hechos y derechos de gimnasio y barba cerrada –algunos con una mosquita bajo el labio inferior, eso sí-, de aspecto viril, no es que se disfracen de mujer: se visten como tales y quieren que se note; les encanta, dicen que experimentan una sensación maravillosa, imposible de describir, casi orgásmica y que para ellos no hay nada como eso para combatir el estrés: el cofre que atesora los diagnósticos de los médicos que no saben qué diagnosticar a sus pacientes.
Se trata, en definitiva, de que el hombre muestre su costado femenino: ese costado femenino que dicen que tenemos todos los hombres.
Otros sostienen que el hombre anhela parecerse incluso físicamente a la mujer porque ella es la que corta el bacalao. La mujer es el modelo, hoy en día. Hermosa, juncal, elegante por fuera y dura por dentro, como una fruta tropical con más carozo que carne.
No tiene más remedio que asumir las funciones del hombre, en vista de que éste quiere parecerse a ella, incluso en la vestimenta. Se han cambiado los papeles hasta el punto de que la mujer es ahora la que engaña al hombre, por lo general con chicos apenas pasada la adolescencia.
De modo que las mujeres pegan a sus maridos. Las estadísticas son inquietantes. En España hay ya un nucleamiento de más de 60.000 hombres golpeados por sus esposas.
Todo esto, los traumas del divorcio, el poco trato con los hijos -con los que suele quedarse la mujer después de la separación-, los problemas económicos y otros de otra índole quizás estén impulsando al hombre a buscar nuevas experiencias, nuevas emociones.
De ahí, acaso, procedan fenómenos sociales como los cambios de pareja; el “whoring”, es decir, que el marido pague a la mujer para tener sexo con ella, como si fuera una prostituta; que se casen las abuelas con sus nietos; el comercio sexual de hombres con travestis, a fin de sentirse penetrados por una mujer; el síndrome de Peter Pan, o negarse a crecer.
Son cosas de estos tiempos, del posmodernismo. Cuando soplaban otros vientos, ante los golpes que da la vida los hombres nos íbamos al gimnasio a pegarle a la bolsa, o nos tirábamos un traguito, como dicen por el Caribe.
Luego agarrábamos al toro por los cuernos y nos poníamos a resolver el problema.


© José Luis Alvarez Fermosel

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