martes, 10 de septiembre de 2013

Montecristo, otra vez



Un buen libro para leer un sábado o un domingo de lluvia es El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas.
Dije leer y debería haber dicho empezar a releer –se trata de un volúmen de más de mil páginas-; además, no --creo que nadie, por lo menos de mi generación, se haya perdido la monumental obra del escritor francés, que incluye todos los tópicos del romanticismo y gana en misterio y trascendencia a cualquiera de sus otras creaciones, incluida Los tres mosqueteros.
Todos, en la inefable época en que éramos niños o luego, cuando alcanzamos la adolescencia, leímos a Dumas, cuyo despiadado éxito tanto molestaba a Gustave Flaubert, siempre pendiente de los rigores del estilo –recuerda J. Ernesto Ayala-.
Leíamos también a Julio Verne, Emilio Salgari, Jack London, Fenimore Cooper, Charles Dickens, Conan Doyle, Edgar Wallace, Ellery Queen…; a Agatha Christie y todo los títulos de la Editorial Molino- sobre todo los de la colección Biblioteca Oro-. Tampoco nos perdimos los bolsilibros de Bruguera. Si no todos, leímos una buena cantidad de ellos.
Luego vendrían Edgar Allan Poe, Gilbert K. Chesterton, Mark Twain, Robert L. Stevenson, Vicky Baum, José Mallorquí, los clásicos del Siglo de Oro español, otros clásicos…
Y Dumas, claro, cuyo aguzado sentido de la acción y la aventura se correspondían con su pasión por la libertad y la justicia.

La historia de una venganza.

El conde de Montecristo, publicado por entregas de 1844 a 1845, trata, precisamente, de una tremenda injusticia cometida en la persona del joven marino Edmundo Dantés y de la venganza que éste lleva a cabo, con el nombre de Conde de Montecristo, hasta que quienes le confinaron durante 14 años en las mazmorras del castillo de If, en Marsella, pagan su mala acción con creces.
Montecristo es el débil de ayer a quien la providencia hizo rico, sabio, poderoso y dotó de una energía nietzscheana –en la concepción de Antonio Gramsci-, gracias a la cual puede concretar su terrible venganza.
Para escribir esta novela Alejandro Dumas (1802–1870) no echó mano de su habitual equipo de “negros” o “ghostwriters”: escritores que escriben o ayudan a escribir libros firmados por otros.
(Cuentan que un día Dumas padre preguntó a su hijo –el autor de La dama de las camelias-:
- ¿Has leído mi última novela?
- No –contestó el hijo-, ¿y tú?)
Dumas se las arregló solo en la escritura de su novela cumbre para mezclar hábilmente las características del folletín con el interés de una trama que se convierte en apasionante.
Maestro de la peripecia y de la intriga, manejó la máquina de la distracción con singular pericia.
De ahí que sus novelas, y El conde de Montecristo en particular fueran siempre bien tratadas por la crítica y se reediten con frecuencia. La editorial Debate sacó a la luz una nueva edición de El conde de Montecristo en 2008.

Los resortes del melodrama

Pese a que muchas novelas y obras de teatro de Dumas perderían en comparación con las de sus contemporáneos, ninguno sobresalió como él en el uso de todos los resortes del melodrama. Su arte consistió en ser el mejor en su género, en ser un clásico.
Miguel García Posada dijo en el diario El País de Madrid que la literatura de Alejandro Dumás es más que “literatura juvenil”.
“Irregular, impura, quiosquera, es, pese a todo, literatura”, añade el crítico para recordar acto seguido que lo malo de Dumas fueron los imitadores, que, como escribió Jacinto Benavente, “bienaventurados sean porque de ellos serán nuestros defectos”.
Alejandro Dumas recorrió España en 1846. En la Carrera de San Jerónimo 10 de Madrid hay una placa que recuerda su paso por la capital española.

© José Luis Alvarez Fermosel

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