Se nos ha ido Alvaro Mutis, uno de los escritores
latinoamericanos de más trascendencia y repercusión. Y, desde luego, el más
europeo.
Abrevó en el periodismo, como todos (Radio el Mundo,
El Espectador) en su Colombia natal. Una de sus regiones, Tolima, en la que
vivió, le marcó de tal manera que escribió: “Tolima fue la sustancia misma
de mis sueños, mis nostalgias, mis terrores y mis dichas”.
Casi ya está dicho todo, entonces: su capacidad para
soñar mundos con melodía -a diferencia de los mundos sin melodía de Agustín de
Foxá, otro poeta excelso-, su sentido y sentir telúrico: la tierra, el mar y
Maqroll el Gaviero, personaje entrañable.
Poeta de la desesperanza, la soledad y el desarraigo,
fue un hombre, más que límpido, refulgente como un espejo al que no puede
nublar ninguna desesperanza.
Quizás él mismo lo explicó cuando dijo: “A mayor
lucidez mayor desesperanza y a mayor desesperanza mayor posibilidad de
lucidez”.
No le fue ajeno algún defecto de la especie.
Se entregó al goce sagrado de lo efímero, y lo reconoció.
Era hombre de tierra adentro y cafetal. El mar le agradece eternamente haber
creado a Maqroll.
Le conocí en México hace un millón de años, o cinco
minutos. Era naturalmente simpático y nadie ni nada pudo quitarle nunca la
alegría de vivir -¡cómo le gustaría leer esto a Alfonso Paso, que sostenía que
nos pueden robar todo en esta vida menos la alegría de vivir!-.
Amante de la buena mesa y las tertulias, no había
fiesta a la que asistiera de la que no se convirtiera en el rey, a las primeras
de cambio. Las mujeres se volvían locas por él.
Julio Cebrián no le daba valor a la simpatía, quizás
porque él es humorista y casi todos los humoristas son antipáticos. Yo creo que
la simpatía es algo, por lo general congénito, que tiene mucho que ver con el
estilo, con el que también se nace. Y Alvaro tenía estilo, tal vez por eso era
simpático.
Escribió cuanto quiso y de lo que quiso, mucho mejor
que otros que se encumbraron, o a los que encumbraron. Recibió, entre varios
más, el premio Cervantes, el más importante de las letras hispanas.
Era una buena persona que sabía hacer versos y jugar
al billar.
¿Por qué tendrán que morirse siempre las buenas
personas?
© José Luis Alvarez Fermosel
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