¡Estas cosas de Madrid…!
Pregunto en una de las más tradicionales pastelerías de Madrid, el Horno de San Onofre, en la céntrica y castiza calle de San Onofre, que si tiene bizcochos borrachos de Guadalajara. Una muchacha nicaragüense, de ojos negrísimos y un lunar del mismo color bajo la nariz, me mira casi horrorizada y sin imaginar siquiera qué son los bizcochos borrachos de Guadalajara, me responde en el acto: “¡Nooooo…!”. Compro cualquier cosa con crema y salgo a la calle barrida por el viento.
Dos hombres como dos castillos, uno con barba recortada y el otro con un poblado bigote endrino, se besan apasionadamente bajo uno de los viejos faroles de hierro forjado –antaño de gas, hogaño eléctricos- que todavía jalonan algunas calles de Madrid.
No se entienden, en la calle Hortaleza, un policía municipal y una chica gigantesca y rubianca con gafas que arrastra una maleta azul. Me ofrezco como intérprete y la chica me dice en un cerrado alemán que apenas entiendo que no habla inglés, ni francés, ni italiano, ni ninguna otra lengua que no sea el alemán de Goethe.
Unos metros más allá, una señora se queja de que le han dado una patada a su “bull dog” francés –el perro de moda en Madrid- en la calle de (las) Infantas.
El frío cierzo de la sierra de Guadarrama no atemoriza al gentío, que se lanza a las calles céntricas y a las no céntricas, a los barrios extremos y a los no extremos en un miércoles que inicia un puente que durará casi una semana.
Estamos en vísperas de Navidad y todo el mundo quiere aprovechar las ofertas de El Corte Inglés, y de otras grandes y no tan grandes tiendas para comprar a buen precio los comestibles, bebestibles y regalos propios de estas fiestas.
Los fines de semana, no ya en los restaurantes del centro sino en las tabernas de los barrios bajos frecuentadas antes por arrieros y tratantes de ganado, se forman largas colas en la calle de gente que quiere conseguir una mesa a toda costa, aunque sea en una esquina sombría y húmeda o al lado de los baños.
El gran reloj de la Unión Relojera Suiza, que en mi viaje pasado estaba detenido en la seis y cuarto, parece haber perdido la chaveta porque ahora anda pero, por ejemplo, a las cinco y media marca las tres y a las doce de la noche, las ocho y cinco.
En la Gran Vía, frente a la lotería de Doña Manolita -que murió hace muchos años- se apelotona la gente mañana, tarde y noche en filas de no menos de cuatrocientas personas cada una para comprar un décimo de lotería de Navidad (20 euros). Todos tratan de enriquecerse de golpe –algunos ya son ricos, pero quieren serlo más- con el premio mayor.
Lo curioso, por no decir una vez más lo surrealista, es que Doña Manolita, o su fantasma, o sus sucesores hace años que no dan un primer premio.
El consumismo es tremendo.
En los primeros días del mes, uno a la semana –depende del barrio- se sacan a la calle muebles, artefactos electrodomésticos, enseres, ropa y otras cosas casi siempre en buen estado pero que se abandonan para sustituirlas por otras más nuevas. Mucha gente las recoge y alguna ha amueblado su casa con estos desechos que a veces se almacenan en alguno de los llamados “puntos limpios”, o lugares enormes situados en distintos puntos de la ciudad.
Son las cosas de Madrid, de este Madrid globalizado que no tan esplendente y colorido como otros años por estas fechas, se engalana, empero, con luces deslumbradoras, guirnaldas, cadenetas y adornos navideños por todas partes, desbordante de turistas de provincias, de otros de las cinco partes del mundo y de inmigrantes del tercer mundo.
En una mañana atrafagada y ruidosa, bajo por la calle del Arenal –que ahora es sólo para peatones para dificultar más el tránsito rodado y fomentar el consumo-. Un muchacho enteco y moreno, con su mochila a la espalda, como mandan los cánones, camina zigzagueante por entre la muchedumbre empujando una enorme carretilla con una estatua de greda roja dentro que representa un hombre abrazado a un caldero.
Llego por fin a la Taberna del Alabardero, en la calle Felipe V, esquina con la Plaza de Oriente. Me tomo una cerveza en la barra y luego salgo a la calle, me siento en la terraza y pido otra. Cae el sol a plomo, diluyendo el frío. Unos turistas hablan en francés. Un señor mayor, sentado a una mesa con un matrimonio joven, tiene en su regazo a un perrito Yorkshire ceniciento que permanece inmóvil mirando los jardines del Palacio de Oriente, eternamente verdes. A algunos árboles se les han caído las hojas. A otros se les han puesto doradas, parece que les hubieran dado un toque de purpurina.
En una esquina hay una placa a la memoria de Julián Gayarre, que era herrero en el navarro valle del Roncal, luego se hizo cantante de ópera y algunos dicen que fue el mejor del mundo.
En vez de las palomas, vienen los gorriones a picotear las miguitas de pan o los pequeños fragmentos de patatas fritas a la inglesa que caen al suelo de las mesas o les echan los niños.
En un organillo lejano las notas vibrantes del pasacalles de La Calesera.
© José Luis Alvarez Fermosel
Desde Madrid - 2007
Pregunto en una de las más tradicionales pastelerías de Madrid, el Horno de San Onofre, en la céntrica y castiza calle de San Onofre, que si tiene bizcochos borrachos de Guadalajara. Una muchacha nicaragüense, de ojos negrísimos y un lunar del mismo color bajo la nariz, me mira casi horrorizada y sin imaginar siquiera qué son los bizcochos borrachos de Guadalajara, me responde en el acto: “¡Nooooo…!”. Compro cualquier cosa con crema y salgo a la calle barrida por el viento.
Dos hombres como dos castillos, uno con barba recortada y el otro con un poblado bigote endrino, se besan apasionadamente bajo uno de los viejos faroles de hierro forjado –antaño de gas, hogaño eléctricos- que todavía jalonan algunas calles de Madrid.
No se entienden, en la calle Hortaleza, un policía municipal y una chica gigantesca y rubianca con gafas que arrastra una maleta azul. Me ofrezco como intérprete y la chica me dice en un cerrado alemán que apenas entiendo que no habla inglés, ni francés, ni italiano, ni ninguna otra lengua que no sea el alemán de Goethe.
Unos metros más allá, una señora se queja de que le han dado una patada a su “bull dog” francés –el perro de moda en Madrid- en la calle de (las) Infantas.
El frío cierzo de la sierra de Guadarrama no atemoriza al gentío, que se lanza a las calles céntricas y a las no céntricas, a los barrios extremos y a los no extremos en un miércoles que inicia un puente que durará casi una semana.
Estamos en vísperas de Navidad y todo el mundo quiere aprovechar las ofertas de El Corte Inglés, y de otras grandes y no tan grandes tiendas para comprar a buen precio los comestibles, bebestibles y regalos propios de estas fiestas.
Los fines de semana, no ya en los restaurantes del centro sino en las tabernas de los barrios bajos frecuentadas antes por arrieros y tratantes de ganado, se forman largas colas en la calle de gente que quiere conseguir una mesa a toda costa, aunque sea en una esquina sombría y húmeda o al lado de los baños.
El gran reloj de la Unión Relojera Suiza, que en mi viaje pasado estaba detenido en la seis y cuarto, parece haber perdido la chaveta porque ahora anda pero, por ejemplo, a las cinco y media marca las tres y a las doce de la noche, las ocho y cinco.
En la Gran Vía, frente a la lotería de Doña Manolita -que murió hace muchos años- se apelotona la gente mañana, tarde y noche en filas de no menos de cuatrocientas personas cada una para comprar un décimo de lotería de Navidad (20 euros). Todos tratan de enriquecerse de golpe –algunos ya son ricos, pero quieren serlo más- con el premio mayor.
Lo curioso, por no decir una vez más lo surrealista, es que Doña Manolita, o su fantasma, o sus sucesores hace años que no dan un primer premio.
El consumismo es tremendo.
En los primeros días del mes, uno a la semana –depende del barrio- se sacan a la calle muebles, artefactos electrodomésticos, enseres, ropa y otras cosas casi siempre en buen estado pero que se abandonan para sustituirlas por otras más nuevas. Mucha gente las recoge y alguna ha amueblado su casa con estos desechos que a veces se almacenan en alguno de los llamados “puntos limpios”, o lugares enormes situados en distintos puntos de la ciudad.
Son las cosas de Madrid, de este Madrid globalizado que no tan esplendente y colorido como otros años por estas fechas, se engalana, empero, con luces deslumbradoras, guirnaldas, cadenetas y adornos navideños por todas partes, desbordante de turistas de provincias, de otros de las cinco partes del mundo y de inmigrantes del tercer mundo.
En una mañana atrafagada y ruidosa, bajo por la calle del Arenal –que ahora es sólo para peatones para dificultar más el tránsito rodado y fomentar el consumo-. Un muchacho enteco y moreno, con su mochila a la espalda, como mandan los cánones, camina zigzagueante por entre la muchedumbre empujando una enorme carretilla con una estatua de greda roja dentro que representa un hombre abrazado a un caldero.
Llego por fin a la Taberna del Alabardero, en la calle Felipe V, esquina con la Plaza de Oriente. Me tomo una cerveza en la barra y luego salgo a la calle, me siento en la terraza y pido otra. Cae el sol a plomo, diluyendo el frío. Unos turistas hablan en francés. Un señor mayor, sentado a una mesa con un matrimonio joven, tiene en su regazo a un perrito Yorkshire ceniciento que permanece inmóvil mirando los jardines del Palacio de Oriente, eternamente verdes. A algunos árboles se les han caído las hojas. A otros se les han puesto doradas, parece que les hubieran dado un toque de purpurina.
En una esquina hay una placa a la memoria de Julián Gayarre, que era herrero en el navarro valle del Roncal, luego se hizo cantante de ópera y algunos dicen que fue el mejor del mundo.
En vez de las palomas, vienen los gorriones a picotear las miguitas de pan o los pequeños fragmentos de patatas fritas a la inglesa que caen al suelo de las mesas o les echan los niños.
En un organillo lejano las notas vibrantes del pasacalles de La Calesera.
© José Luis Alvarez Fermosel
Desde Madrid - 2007
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Crónicas de Madrid (V): “Un merengue, un euro; un euro, un merengue…”
2 comentarios:
Pues, ¡sí! Lo de la Unión Relojera Suiza es histórico ya. Rara es la vez en que tiene la hora buena: siempre adelanta, atrasa o está parado. Muy bueno tu blog, compatriota. Continuaré leyéndote ahora que te descubrí. Soy madrileño y vivo en Madrid, me llamo Óscar y vivo en la calle Tres Cruces. Un abrazo. Vale.
¡Qué suerte, Óscar, que vivas en un lugar tan bonito y tan céntrico,
por el que paso varias veces! A lo mejor, nos hemos cruzado algún día... ¡bajo el espasmódico reloj de la Unión Relojera Suiza! Pronto volveré a Buenos Aires, donde está mi base, si bien me reparto entre Argentina y España. Gracias por leerme. Un abrazo. Venga.
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