domingo, 23 de diciembre de 2007

Ripios y latiguillos

El lenguaje que hablamos en estas playas –y las españolas- está plagado de ripios y latiguillos que opacan y empobrecen un idioma antaño tan rico y tan limpio como el castellano.
Así, nuestra conversación se torna vulgar, monótona, grasienta por el barniz barato del esnob que se cree canchero.
Lo malo es que esos latiguillos –muchos de ellos proceden del habla tarznesca de los jóvenes posmodernos- se escuchan a todas horas en la radio y, sobre todo, en la televisión, y se leen en los diarios y en las revistas, y ya han sentado patente de corso, se han enraizado tanto en nuestro idioma que es muy difícil, por no decir imposible extirparlos.
El problema –porque es un problema que afecta, peor, que infecta nuestra lengua- se plantea, fundamentalmente, porque cada día tenemos menos vocabulario, manejamos menor número de palabras y, claro, necesitamos llenar con algo las pausas que tenemos que hacer cuando nos quedamos a punto de enmudecer, como quien se queda sin aire.
Y así surgen este, o esto, ¿entendés?, obvio, digamos, como que, a ver, lo más y un largo, interminable etcétera.
Veamos como quedaría un párrafo de la novela “La vorágine”, del escritor colombiano José Eustasio Rivera (1), incrustado de esos pedruscos:
“En tanto, este que departíamos por la estepa, un cefirillo repentino y creciente, ¿cómo es?, empezó a alborotar las crines de los caballos y, obvio, a retozar con nuestros sombreros. A poco, digamos, unas nubes endemoniadas se levantaron, esto, hacia el sol, devorando la luz, o sea, y un cañoneo subterráneo estremeció la tierra, ¿entendés?. Correa me advirtió como que se avecinaba el chubasco y, ¿cómo se llama?, abreviamos las planicies tipo que a galope tendido, ¿si o no? Cuestión, que buscábamos un abrigo de los montes lontanos y, bueno, nada, salimos a una llanada donde gemían las palmeras zarandeadas por el brisote con tan poderosa insolencia, obviamente, que las hacía, ¡qué copado!, desaparecer del espacio, agachándolas, ¡lo mas!, sobre el suelo, ¡qué jugado!, para que, ¡a ver!, barrieran el polvo de los pastizales crispados, pero de onda, nada bizarro.
Estaba mu bueno”.
No se rían, que la realidad supera siempre a la ficción.

(1) José Eustasio Rivera, nació en Nelva, una aldea colombiana a orillas del río Magdalena, en 1889. Se graduó de maestro a los 20 años y de abogado a los 28. “La vorágine”, obra maestra de la novelística criolla, fue reconocida como tal a poco de publicarse y obtuvo enseguida un éxito clamoroso (1924). Inmediatamente se tradujo al inglés. Poco después de haber firmado los primeros ejemplares de la obra traducida, el autor murió en 1928, truncándose así la carrera de un gran novelista. Antes sólo había publicado un libro de versos.


©José Luis Alvarez Fermosel


2 comentarios:

Baakanit dijo...

Lamentablemente cada país agrega más ripio a nuestro lenguaje.

Los ripios dentro de las obras literarias no están mal, especialmente si van incrustados en los diálogos de nuestra gente.

Saludos

Anónimo dijo...

Si se sabe usar, no ya el ripio, sino frases hechas o de otros, los textos a veces se mejoran. Dices bien: los ripios y expresiones del lenguaje familiar van bien cuando forman parte de los diálogos de la gente. Saludos.