miércoles, 23 de junio de 2010

La linterna

La linterna no es sólo una lámpara eléctrica manual provista de bombilla y alimentada por pilas o acumuladores, según la definición del diccionario de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, que entre paréntesis a mí me parece mejor que el de la Real Academia Española.
La utilidad de la linterna es relativa, ya que no puede disolver del todo la oscuridad, sino como mucho incrustar en ella una moneda de luz.
Elemento infaltable en las novelas, películas y series policiales, se le aplicó el adjetivo de sorda en épocas lejanas. Se llevaba de un asa que tenía en la parte de arriba e iluminaba por una sola cara. La linterna chinesca era un farol decorativo, adornado con dibujos. La linterna mágica proyectaba, agrandándolas, figuras pintadas sobre vidrio. Su inventor fue el jesuita alemán Athanasius Kircher.
La linterna sorda fue la preferida por los autores ingleses de novelas policiales en la época victoriana. Su luz apenas horadaba la espesa niebla de la la noche de Londres, en inquietantes barrios como Whitechapel, el escogido por Jack el destripador para perpetrar sus atroces asesinatos.
Compañera inseparable del revólver, cuando la linterna evolucionó se pasó del Webley Scott de Lawrence de Arabia a las pistolas FN Browning 9 MM, Glock 9 MM –las dos semiautomáticas- y otras, todas con mucha mayor capacidad de fuego que ella de luz.
La linterna se quedó canija y plantada en su papel de hacer de perro perdiguero que levanta las perdices que cobra el cazador con su escopeta, por seguir asociándola con las armas de fuego.
Para nosotros fue un juguete, cuando eramos niños. Recorríamos con ella encendida habitaciones a oscuras, para ver como el delgado chorro de luz resbalaba por los muebles, los libros y las paredes con cuadros, imprimiéndoles el toque enigmático e intrigante que catalizaba nuestros juegos de policías y ladrones.
Nada tan emocionante como subir, linterna en mano al desván y tratar de iluminar con su lucecita ínope al menos el rincón donde estaba el baúl.
La linterna tuvo su lugar en la literatura y otras disciplinas humanísticas –los médicos las utilizan para vernos la garganta por dentro-.
“Los ladrones usan gorra gris, bufanda oscura y camiseta a rayas. Algunos llevan una linterna sorda. Por otra parte, se enamoran de robustas muchachas, coleccionan tarjetas postales y a veces lucen un tatuaje en el brazo izquierdo, una flor, un barco y un nombre: Rosita”, se dice en un poema en prosa de González Tuñón titulado “Los ladrones”.
Alvaro Cunqueiro –el Aretino español del siglo XX- escribe en “Crónicas 77” : “Como a mi madre le había salido el partido de un ambulante alemán que andaba mostrando la novedad de una linterna sorda en Borgoña, me dejó en la taberna”. Buen lugar, la taberna, para el dionisíaco escritor gallego, tan amante de la buena comida y la buena bebida.
Juan Goytisolo revela en su “Recuento 71” que “(…) a los lados, los bares se ahondaban coloreados por linternas chinescas y vibrantes ristras de flecos y banderitas de papel”.
Una linterna, o entonces farol de mecha empapada en aceite o algún material combustible, iluminaba el frente de la Posada del Almirante Benbow en “La Isla del tesoro”, de Robert Louis Stevenson.
Hay una linterna, o varias, que juegan un papel importante en la novela de Daphne du Maurier, “La Posada de Jamaica” –de la que se hizo una película con el mismo título, dirigida por Alfred Hitchcock y protagonizada por Charles Laughton y Maureen O’Hara-.
La posada, situada en Cornualles, al suroeste de Inglaterra, es en realidad un antro de piratas, contrabandistas y ladrones que desvían con los rayos de luz de linternas sordas, en noches tormentosas, a barcos que se estrellan contra las rompientes y son saqueados.
En un orden más tranquilo, recordemos a Diógenes el cínico alumbrándose con una linterna para descubrir en las calles de Atenas a un hombre que mereciera el calificativo de tal.
La linterna de Aristóteles se llama al aparato masticador del erizo. Nunca se vio honrado un animal –que a uno no le resulta antipático, pero esa es otra historia- con el nombre de un filósofo como el Estagirita, aunque no fuera más que para referirse a su complejo paladar-.
Uno tuvo que valerse alguna vez de una linterna, en su azarosa andadura profesional. Pero las que iluminan con luz de luna su brumosa memoria son aquellas cuadradas a las que se llamaban “de petaca” porque tenían forma de cigarrera; y tres focos que daban luz roja, verde y ámbar, como los semáforos.
Eran adminículos infaltables en aquellas obritas de teatro, por llamarlas de algún modo, que yo montaba de niño en mi caserón de la Dehesa de la Villa, en Madrid, basándome casi siempre en la misma novela de Edgar Wallace: “El rostro en la noche”.
Yo hacía siempre de malo, o sea, de Malpas. En otras ocasiones era Slick Smith, el jocundo detective estadounidense que dirigía en Londres la agencia de investigaciones Stormer. (Slick Smith fue el seudónimo con el que firmé muchas de mis crónicas de corresponsal extranjero, o enviado especial.)
Mi hermano Manolo era el inspector de policía de Scotland Yard, Richard Shanon y la… “muchacha” mi prima Mary.
Tenía un cierto éxito con aquellos pasatiempos, que muchísimos años después repetí con mis hijos, Juan Ignacio y María Soledad, con no menos suerte. Con una escenografía más compleja y con linternas sofisticadas que alumbraban más o menos lo mismo que sus elementales antecesoras.


© José Luis Alvarez Fermosel

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