martes, 15 de febrero de 2011

Doña Pepita

El hoy es el discípulo del ayer. (Publio Siro)

Doña Pepita destaca entre los personajes que le echaron, sin saberlo, sal y pimienta a los primeros años de nuestra agridulce juventud, en la que cualquier nadería era importante y lo que de verdad lo era se nos daba un ardite.
Con el tiempo aprendimos a separar la ganga de la mena. Nos costó lo nuestro y lo del vecino, pero aquí estamos.
A Doña Pepita debemos algunas alegrías de nuestra juventud universitaria; alegrías o gustos que, dárnoslos, costaba dinero y nosotros no podíamos sufragar con la soldada, por más generosa que fuera, que nos daban nuestros padres semanal o mensualmente.
Doña Pepita tenía una librería de compra y venta de libros de texto usados –y si a mano venía, nuevos-, en la calle de Los Libreros, muy cerca de la Universidad de Madrid, en la que hacíamos como que estudiábamos Derecho.

La Calle Ancha

La Universidad Central de Madrid estaba entonces en la calle de San Bernardo, a la que todo el mundo llamaba la Calle Ancha.
A Doña Pepita iban a parar los libros en los que teníamos que estudiar. No sin regatear más que en el Rastro (1), sacábamos unos dinerillos que nos permitían darnos esos gustos de los que hablaba antes.
En épocas de exámenes nos veíamos y nos deseábamos para recuperar nuestros libros, que ya no eran los nuestros, sino otros bastante viejos.
Baja, feotona, de pelo gris recogido en la nuca; más bien robusta, es decir, gordita; de ojos pequeños y oscuros, duros como botones, que no perdían ripio, Doña Pepita estaría en los sesenta años, así que para la época era una anciana, o una sexagenaria, que venía a ser lo mismo.
Listísima, manejaba su negocio con mano maestra. Tenía dos dependientas, Fortunata y Felisa, que se quedaron con el negocio cuando desapareció Doña Pepita, pero no tenían su talento y al poco tiempo tuvieron que cerrar.

El barrio latino

La tienda de Doña Pepita era un chiscón abarrotado de libros, como los juzgados de expedientes. Estaba en el epicentro de un barrio que Emilio Carrere bautizó como nuestro “quartier latin”, el barrio latino de Madrid.
Emilio Carrere, poeta maldito, baudeleriano pero en castizo, un bohemiazo de bigote con guías y chalina, se pasaba las horas muertas en cafés y tertulias de escritores y ganapanes. Cantó en estrofas de percal a la vida arrastrada de prostitutas, proxenetas, golfos, la desesperanza de los pobres –y la suya propia- y las eufemísticamente llamadas “casas de tolerancia”, que no podían ser más opuestas a la “tolerancia cero”.
Carrere pertenecía al decadentismo modernista. Escribió obras como La tristeza del burdel, Las sirenas de la lujuria y otras por el estilo. Debía ser una bella persona, pues todo el mundo le quería. Heredó una pequeña fortuna de su padre, que se zapateó alegremente en poco tiempo, aunque llegó a tener un piso cerca del centro de Madrid y un automóvil.
Nuestro “barrio latino” estaba formado por un dédalo de calles, cortadas, callejuelas con pensiones miserables que olían a lejía y coles hervidas, librerías de lance como la de Doña Pepita, cafés llenos de bohemios, poetas, estudiantes y señoritas de vida inequívoca, no equívoca, porque nadie podía equivocarse acerca de cuál era y cómo la llevaban.

El Bar Ideal

De todos esos cafés con divanes de peluche rojo y espejos –el Café Gijón todavía los tiene-, el más famoso, o el más infame, era el Bar Ideal. No había en primavera ni en verano terrazas donde poder tomar el aperitivo mirando a los transeúntes bajo el sol poniente .
La cruda luz de Madrid iluminaba por la mañana ese barrio tachonado de organillos, con salas de billar soterradas y húmedas en las que ganaba todas las partidas un chino vestido de negro, pianistas de café –alguno con una cicatriz en un pómulo- y misántropos de chambergo, capa –pero no espada- y mirada acuosa.
Los atardeceres eran, como todos los atardeceres en todas partes, un poco melancólicos. De noche, a la luz de fósforo verde de los faroles de gas, cobraba vida una gallofa variopinta y descarada que componía un retablo barroco y un tanto misterioso para la gente de paso, no iniciada en los prohibidos placeres ocultos de ese barrio mórbido y tentador.

Abelardo y… Doña Pepita

Volvemos a la Universidad. Unos cuantos alumnos estábamos por entrar en el aula Valdecilla –así llamada en honor del marqués del mismo nombre-. De pronto vino corriendo Juanito Corredoira.
- ¿A qué no sabéis de lo que me he enterado? -nos preguntó-.
- No -le respondimos-.
- ¡Doña Pepita y Abelardo se entienden!
- ¿Cómo?
–preguntamos a coro-.
- ¡Lo que acabáis de oir!
A todo esto convendría explicar que Abelardo Irízar, natural de Bilbao, rubiasco, buen mozo, espigado, más golfo que Cardona, era un compañero nuestro que, entre paréntesis, se había atrancado en Derecho Civil. Nos llevaba un par de años, así que tendría entonces unos diecinueve.
- ¿Cómo lo sabes? –rugió el coro-.
- Me lo acaba de decir Encinas.
- La fuente no es buena. Encinas miente más que habla.
- Pues me ha jurado por su madre que anteanoche vio a Doña Pepita y Abelardo besándose como locos en una esquina del Callejón del Perro.
- Entonces habrá que llamar Eloísa (2) a Doña Pepita a partir de ahora-,
dijo García de Losada, que era el chistoso del curso.

(1) Gran mercado de pulgas al aire libre de Madrid.
(2) Juego de palabras referente a los amantes franceses Abelardo y Eloísa. La historia de sus desgraciados amores es tan larga y tan intrincada que no podemos contarla aquí por falta material de espacio y mucha dificultad para resumirla, tan complicada es. Quienes no la conozcan y quieran conocerla, obténganla de alguno de los muchos libros y enciclopedias en que figura y léanla, si tienen tiempo y paciencia.

© José Luis Alvarez Fermosel

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