domingo, 20 de febrero de 2011

El perro diabólico

Coincido punto por punto y coma por coma con Arturo Pérez Reverte, que defiende a machamartillo los libros de papel, que pueden leerse a la luz de la luna.
Poéticamente por momentos, y siempre con su contundencia habitual, el autor de la saga del capitán Alatriste reivindica el libro de papel en una columna publicada en la revista dominical del diario La Nación de Buenos Aires.
Mi compatriota y colega, ex reportero de guerra, siempre periodista, escritor y académico, dice más de cuatro verdades de a puño en su columna, titulada “Leer con con luz de luna”.
“Con un libro electrónico, sea El gatopardo o El perro de los Baskerville, no puedo anotar en sus márgenes, subrayar a lápiz, sobarlo con el uso, hacerlo envejecer a mi lado y entre mis manos, al ritmo de mi propia vida”, dice el escritor español.
Pérez-Reverte –y algunos más, entre ellos un servidor- está harto de toparse con pantallas en todas partes, hasta en el bolsillo, y se niega a transformar su biblioteca de 30.000 volúmenes en un cybercafé.
El autor de El maestro de esgrima –que he leído varias veces- es uno de los escritores y lectores españoles que ha tocado el tema del libro electrónico con más sinceridad y convencimiento.
El tema es una de las cuestiones palpitantes –que diría Emilia Pardo Bazán- de esta sociedad distópica del tercer milenio.
Leo el artículo de Pérez-Reverte precisamente cuando acabo de recibir de Casa del Libro de mi añorado Madrid –gracias a los buenos oficios de Maite, otra vez-, uno de los libros de mi niñez que más feliz me hicieron con la lectura de sus casi 600 páginas, que devoré en pocos días en un rincón de mi cuarto, junto a la estufa de carbón, convaleciente de una bronquitis.
Había nevado. La contemplación del jardín del viejo caserón de la Dehesa de la Villa me hacía evocar –con mi calenturienta imaginación-, los paisajes del Yukon tan bien descritos en las novelas de James Oliver Curwood.
El libro que me llega de Madrid por correo certificado es El perro diabólico, de Frederick Marryat, un avezado marino inglés y uno de los primeros y mejores narradores de aventuras en el mar, precursor de C. S. Forrester y Patrick O’ Brien y admirado por Conrad y Hemingway.
Pertenece al club Diógenes de Valdemar, está magníficamente traducido por Francisco Desantos y en la portada campea la reproducción en color de un cuadro excelente de John Atkinson Grimshaw sobre un tema recurrente en el pintor de sombríos muelles a la luz de la luna –la misma luna a cuya luz puede leerse un libro…-: el puerto de Whitby.
El ejemplar que yo tuve era de Editorial Molino, que editó tantas novelas de aventuras, incluídas las de los hierbateros de Karl May, un alemán que escribió novelas del Oeste americano.
El placer que antes de volver a leerlo me está proporcionando El perro diabólico, de lustrosa portada y páginas tan suaves que acarician los dedos al pasarlas, no podría dármelo una sucesión de letras Comic Sans, por ejemplo, desfilando por la pantalla del ordenador.
Arturo, tienes razón. Y gracias.
Porque con la lectura de tu estupendo artículo he sido capaz de mandar al síndrome del domingo por la tarde a hacer puñetas.

© José Luis Alvarez Fermosel

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