Conocí hace mucho tiempo, en Los Angeles, a un joyero y orfebre chino, cuyo establecimiento recordaba la bodega de Lugarn Sahib transformada en la cueva que vio Kim de la India.
El barón Von Katz y yo frecuentábamos la tienda de Ah Tsing, en la que había muebles laqueados, tapices de vivos colores, tejidos a mano; telas de seda con bordados de dragones y aves del paraíso, un volumen en cuarto de Li Tai Ming T’su T’ou P’u, de Hsiang Yuan – p’ien (1), aguamaniles, tallas de jade y “objets d’art” de diseño y confección orientales.
La daga china
A mí me gustaba mucho una daga, la más hermosa e interesante de todas las dagas chinas que he visto en mi vida. La hoja, cuadrada, con esquinas cóncavas, era de acero purísimo. Mediría poco más de quince centímetros. Su grosor disminuía aproximadamente un centímetro y medio o dos de la guarda a la punta, afiladísima.
La guarda era curva, de oro bruñido, y estaba grabada con el sello de su primer dueño. El mango, cilíndrico, forrado de seda roja, tenía el clásico cordón de nudos colgando de un lado. La daga estaba coronada por un diminuta efigie de Kuan Ti, la diosa china de la guerra, labrada en jade amarronado.
No hubiera podido comprarla, porque costaba una fortuna, y Tsing lo sabía. No la hubiera malvendido jamás.
Incienso
En el negocio de Ah Tsing nubecillas de incienso ascendían de los pebeteros de verdoso bronce en el que se quemaba lentamente. En una pecera retozaban extraños peces azules. Un perro Fox Terrier rondaba el pequeño feudo de Tsing, que cuando se sentaba a la puerta de su tienda tenía siempre al perrillo acurrucado a sus pies.
Ah Tsing era la viva imagen del chino que se ve en las ilustraciones de las novelas de aventuras y las películas: no muy alto, encorvado, de pelo escaso, blanco y muy fino y bigote y perilla largos, del mismo tono blanco mate del pelo. Representaba cien años, pero probablemente tenía algunos menos.
Fumaba en una pipa de marfil trabajada con primor, en forma de serpiente alada que sostenía con la boca la cazoleta donde se quemaba un tabaco aromático y dulzón.
El jarrón
En una de mis visitas observé en un rincón del tabuco abarrotado un jarrón oval de factura exquisita, que muy bien podría haber salido de las manos de los ceramistas Sung.
Se lo comenté a Tsing, que naturalmente no me dio ningún dato, pero me contó una historia que repito ahora, muy resumida. Acaso convenga explicar que yo no hablo chino y Tsing se manejaba muy bien con el inglés, así que hablábamos en ese idioma.
El jarrón era el resultado del trabajo de un artista que después de mil trescientos fracasos consiguió confeccionar la obra que estaba buscando. Con objeto de mantener vivo noche y día el fuego donde hervía la “pâte” quemó todos los árboles de sus bosques, las vallas de su jardín, su lecho, sus libros y cuanto poseía. Cuando el jarrón estuvo terminado se lo ofreció a la mujer cuya belleza había tomado como modelo.
Trémolo de batintín y fin de la historia.
(1) Descripción ilustrada de porcelanas famosas de distintas dinastías chinas. S. W. Bushell tradujo al inglés esta obra.
© José Luis Alvarez Fermosel
El barón Von Katz y yo frecuentábamos la tienda de Ah Tsing, en la que había muebles laqueados, tapices de vivos colores, tejidos a mano; telas de seda con bordados de dragones y aves del paraíso, un volumen en cuarto de Li Tai Ming T’su T’ou P’u, de Hsiang Yuan – p’ien (1), aguamaniles, tallas de jade y “objets d’art” de diseño y confección orientales.
La daga china
A mí me gustaba mucho una daga, la más hermosa e interesante de todas las dagas chinas que he visto en mi vida. La hoja, cuadrada, con esquinas cóncavas, era de acero purísimo. Mediría poco más de quince centímetros. Su grosor disminuía aproximadamente un centímetro y medio o dos de la guarda a la punta, afiladísima.
La guarda era curva, de oro bruñido, y estaba grabada con el sello de su primer dueño. El mango, cilíndrico, forrado de seda roja, tenía el clásico cordón de nudos colgando de un lado. La daga estaba coronada por un diminuta efigie de Kuan Ti, la diosa china de la guerra, labrada en jade amarronado.
No hubiera podido comprarla, porque costaba una fortuna, y Tsing lo sabía. No la hubiera malvendido jamás.
Incienso
En el negocio de Ah Tsing nubecillas de incienso ascendían de los pebeteros de verdoso bronce en el que se quemaba lentamente. En una pecera retozaban extraños peces azules. Un perro Fox Terrier rondaba el pequeño feudo de Tsing, que cuando se sentaba a la puerta de su tienda tenía siempre al perrillo acurrucado a sus pies.
Ah Tsing era la viva imagen del chino que se ve en las ilustraciones de las novelas de aventuras y las películas: no muy alto, encorvado, de pelo escaso, blanco y muy fino y bigote y perilla largos, del mismo tono blanco mate del pelo. Representaba cien años, pero probablemente tenía algunos menos.
Fumaba en una pipa de marfil trabajada con primor, en forma de serpiente alada que sostenía con la boca la cazoleta donde se quemaba un tabaco aromático y dulzón.
El jarrón
En una de mis visitas observé en un rincón del tabuco abarrotado un jarrón oval de factura exquisita, que muy bien podría haber salido de las manos de los ceramistas Sung.
Se lo comenté a Tsing, que naturalmente no me dio ningún dato, pero me contó una historia que repito ahora, muy resumida. Acaso convenga explicar que yo no hablo chino y Tsing se manejaba muy bien con el inglés, así que hablábamos en ese idioma.
El jarrón era el resultado del trabajo de un artista que después de mil trescientos fracasos consiguió confeccionar la obra que estaba buscando. Con objeto de mantener vivo noche y día el fuego donde hervía la “pâte” quemó todos los árboles de sus bosques, las vallas de su jardín, su lecho, sus libros y cuanto poseía. Cuando el jarrón estuvo terminado se lo ofreció a la mujer cuya belleza había tomado como modelo.
Trémolo de batintín y fin de la historia.
(1) Descripción ilustrada de porcelanas famosas de distintas dinastías chinas. S. W. Bushell tradujo al inglés esta obra.
© José Luis Alvarez Fermosel
No hay comentarios:
Publicar un comentario