El tiempo es la tristeza, dijo aquél, a
quien no debió darle la vida muchas alegrías. Sin embargo, no dejó de tener
razón.
El tiempo ido, o su recuerdo, teje la
nostalgia en una rueca que no deja de funcionar. El tiempo feliz, se entiende.
Los malos ratos, lo que hicimos mal está debajo, por decirlo de alguna manera,
pero emerge con frecuencia. Entonces se
producen los remordimientos.
El tiempo se lo lleva todo: la juventud –aunque
envejecer sea lo único que nos permita no morir jóvenes-, las ilusiones; oxida la
voluntad y nos debilita a la hora de cumplir con nuestros compromisos, o de
hacer lo que no nos gusta.
Se ha hablado y escrito mucho sobre el
tiempo, lo mismo que sobre la distancia. El tiempo y la distancia… El eterno
martirio del emigrante. Y un tema recurrente para los letristas de boleros.
Muchos escritores universalmente famosos
no se llevaron bien con el tiempo. “¡El tiempo es un mentiroso!”, dijo Oliver
W. Holmes. Ben Johnson no fue más benevólo cuando manifestó: “Ese viejo
tramposo, el tiempo”. Para Milton el tiempo era un ladrón sutil, mientras que para Henry W. Longfellow “el
tiempo, con mano incansable, ha arrancado la mitad de las hojas del Libro de la
Vida Humana”.
El tiempo es un charlatán
Eurípides destila buen humor cuando
afirma: “El tiempo revela todas las cosas: es un charlatán”. Es verdad. El
tiempo descubre nuestra nuestra edad –aunque a veces logremos disfrazarla-,
otras huellas que él mismo ha dejado no ya en nuestras caras, también en
nuestras almas, cuando no heridas, cuyas cicatrices se perciben.
Quien habla de heridas y de cicatrices
habla de curas –de curaciones, queremos decir, no de sacerdotes-, como Séneca,
que estima que el tiempo cura lo que la razón no puede curar. Shakespeare desea que todo hombre sea dueño
del tiempo -lo cual no estaría mal-. Baltasar Gracián es más rotundo cuando
asegura: “El tiempo es lo único que realmente nos pertenece: incluso aquel que
no tiene otra cosa cuenta con eso”. ¡Cuántos
lo pierden!
Schiller medita sobre el silencioso e
inexorable poder del tiempo. “Los primeros cuarenta años de vida nos dan el
texto; los treinta siguientes, el comentario”, establece Schopenhauer.
Siempre medido, siempre sensato, Blas
Pascal -el solitario de la abadía de Port Royal- opina que el tiempo cura las
penas y las injurias, porque a su entender todos cambiamos y dejamos de ser la
misma persona: ni el ofensor ni el ofendido son el mismo.
Con el paso del tiempo, las costumbres
cambian. “O tempora, o mores”, dijo Cicerón. Un quídam tradujo: “¡Oh, tiempos
de los moros!”. La traducción real del latín es “¡Oh, tiempos, oh, costumbres!”.
©
José Luis Alvarez Fermosel
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