Otra de las cosas… curiosas
–por no decir una mala palabra- de las mudanzas es que además de sumirte en un
estado de total gilipollez (1) te hacen perder la memoria; uno no se acuerda de
nada, lo pierde todo, no sabe donde está parado.
Si no se es una
persona ordenada y cuidadosa que tiene sistematizado y a buen recaudo todo lo
que necesita para trabajar, no recordará nada, será presa de la desesperación
que le acometa cuando no encuentre el dato que precisaba, un número de teléfono
–ni siquiera el suyo, ni el de antes ni el de ahora-, el nombre de la comida
del perro y, lo que es peor, la billetera con el dinero, los documentos, las
tarjetas de crédito, las claves para operar en la computadora, la tableta, el Ipod; acceder a Internet, ver sus
correos, pagar sus cuentas por home
banking…
Las caras de amigos
y conocidos aparecen en nuestra fisurada memoria desdibujadas, borrosas. Sin
que correspondan a sus verdaderos poseedores: uno ve a Juan con la cara de
Pedro y a Irene con la de Margarita.
Hoy, sin ir más
lejos, me crucé en mi antiguo barrio con mi amigo Raimundo. Iba apurado, como
yo.
- ¡Adiós, José Luis,
qué tengas un buen día, amigo! –me saludó amablemente.
- ¡Adiós, María! –le
contesté yo.
El mundo del revés
Recién mudado de
casa lo más común es que uno se golpée constantemente con los muebles
amontonados de cualquier manera, y desde luego no en el lugar que uno eligió
para ponerlos; también ocurre que uno le echa sal al café en vez de azúcar y
que al vestirse para salir a trabajar se pone un calcetín de un color y otro de
otro.
Mi paciente mujer me
consuela como puede y me trae de vez en cuando una taza de té de tilo. Ayer se
fue a dar una vuelta por el nuevo barrio, para ver los supermercados. Llevaba
un cardigan azul del revés, es decir, con los botones para adentro.
Mi amigo Rolando
Toro –prestigioso neurólogo argentino- me dijo una vez que la confusión, la
amnesia temporal y la mala leche que provocan las mudanzas no suelen durar
mucho. Vamos, algunos meses.
Se pierde el gusto
por todo, uno no tiene ganas de nada, salvo de ver todo en su lugar y de
encontrar las cosas que han desaparecido.
Uno sueña con tener
una lámpara de Aladino, frotarla, que salga el genio y decirle:
- ¡Anda, hijo, pon
en orden este revolcadero de monas!
Llamo por teléfono a
Madrid para felicitar a mi hijo Juan Ignacio, laureado jinete de salto y
exitoso empresario de equitación.
Me responde una voz
de contralto: Ministerio de Educación
Nacional, habla Claudina.
(1) Boludez
© José Luis Alvarez Fermosel
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