miércoles, 13 de marzo de 2013

Las mudanzas como provocadoras de la gilipollez



Otra de las cosas… curiosas –por no decir una mala palabra- de las mudanzas es que además de sumirte en un estado de total gilipollez (1) te hacen perder la memoria; uno no se acuerda de nada, lo pierde todo, no sabe donde está parado.
Si no se es una persona ordenada y cuidadosa que tiene sistematizado y a buen recaudo todo lo que necesita para trabajar, no recordará nada, será presa de la desesperación que le acometa cuando no encuentre el dato que precisaba, un número de teléfono –ni siquiera el suyo, ni el de antes ni el de ahora-, el nombre de la comida del perro y, lo que es peor, la billetera con el dinero, los documentos, las tarjetas de crédito, las claves para operar en la computadora, la tableta, el Ipod; acceder a Internet, ver sus correos, pagar sus cuentas por home banking
Las caras de amigos y conocidos aparecen en nuestra fisurada memoria desdibujadas, borrosas. Sin que correspondan a sus verdaderos poseedores: uno ve a Juan con la cara de Pedro y a Irene con la de Margarita.
Hoy, sin ir más lejos, me crucé en mi antiguo barrio con mi amigo Raimundo. Iba apurado, como yo.
- ¡Adiós, José Luis, qué tengas un buen día, amigo! –me saludó amablemente.
- ¡Adiós, María! –le contesté yo.

El mundo del revés

Recién mudado de casa lo más común es que uno se golpée constantemente con los muebles amontonados de cualquier manera, y desde luego no en el lugar que uno eligió para ponerlos; también ocurre que uno le echa sal al café en vez de azúcar y que al vestirse para salir a trabajar se pone un calcetín de un color y otro de otro.
Mi paciente mujer me consuela como puede y me trae de vez en cuando una taza de té de tilo. Ayer se fue a dar una vuelta por el nuevo barrio, para ver los supermercados. Llevaba un cardigan azul del revés, es decir, con los botones para adentro.
Mi amigo Rolando Toro –prestigioso neurólogo argentino- me dijo una vez que la confusión, la amnesia temporal y la mala leche que provocan las mudanzas no suelen durar mucho. Vamos, algunos meses.
Se pierde el gusto por todo, uno no tiene ganas de nada, salvo de ver todo en su lugar y de encontrar las cosas que han desaparecido.
Uno sueña con tener una lámpara de Aladino, frotarla, que salga el genio y decirle:
- ¡Anda, hijo, pon en orden este revolcadero de monas!
Llamo por teléfono a Madrid para felicitar a mi hijo Juan Ignacio, laureado jinete de salto y exitoso empresario de equitación.
Me responde una voz de contralto: Ministerio de Educación Nacional, habla Claudina.

(1) Boludez

© José Luis Alvarez Fermosel

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