viernes, 1 de marzo de 2013

Elegancia



Puede vestirse uno como los dioses –los del Olimpo lo hacían muy someramente, para no perder tiempo al desvestirse- (1)… y no ser elegante.
Uno puede estar siempre ataviado de acuerdo con cada circunstancia –lo cual no es poco-; con buen gusto y aun con lujo, e ir los caballeros con traje, corbata y gemelos en los puños de la camisa de seda… y no ser elegante. En todo caso, se estará bien vestido.
El garbo seguro que da la altura a ciertos hombres, la desenvoltura y la prestancia que llevan consigo la autoridad y la buena salud económica no aseguran la elegancia, que es algo innato que no se supedita a la buena figura, la modas, la calidad de la ropa, el buen corte de las vestiduras y desde luego el dinero invertido en accesorios como relojes, anillos, gemelos, botonaduras de perlas o de diamantes para las camisas de esmoquin, pulseras de las llamadas esclavas y ese además tan largo.
La elegancia es un don. El torero Luis Miguel Dominguín me dijo una vez que era un arte. Para el modista Marbel es algo congenito y los diseñadores no pueden crear personas elegantes, sólo vestirlas bien, o a la moda.
En cuanto a la moda que se sigue a rajatabla hay que recordar a Stendhal: El mal gusto consiste  en confundir la moda que pasa con lo bello que perdura.

Las mujeres y los tigres

Algunas mujeres son elegantes. Otras, no. Algunas tienen la elegancia de los tigres de Bengala. Muchas están más elegantes sin vestir.
No se ven ahora muchos hombres elegantes. Ni siquiera en el cine. No se ven actores como Fred Astaire, Cary Grant, David Niven, George Sanders, Melvyn Douglas, Clifton Webb…. Entre los actuales apenas se alínean algunos como Sean Connery, Pierce Brosnan, Jeremy Irons, Jude Law…
¡Claro –se me dirá-, con esas pintas…! No es que la pinta sea lo de menos, como decía una vieja canción popular. El aspecto, la apostura, la esbeltez ayudan pero no determinan la elegancia, que se nota incluso en los ademanes. Uno puede estar envuelto en cualquier tela, recostado en un árbol en un un jardín, con una copa en la mano y ser elegante.
No todos los aristócratas, ni los diplomáticos lo son. Conozco a muchos que están lejos de serlo.  
El diplomático, y esencialmente play boy dominicano Porfirio Rubirosa era bajo y corpulento, quizá demasiado, es decir, que no le ayudaba la figura. Sin embargo era elegante, tenía ese don. Lo mismo le pasaba a otro diplomático, éste español: Cacho Zabalza. No he conocido a muchos más.

En la roca viva
  
Paseaba yo un día lejano por el campo en un pueblo de la provincia de Ciudad Real, en Castilla la Nueva. Caía la tarde. De pronto, a pocos metros de mí, vi lo que en principio me pareció una estatua en la roca viva, erigida en un risco.
Me acerqué y comprobé enseguida que lo que había tomado por una escultura era un pastor: un anciano gigantesco de miembros largos y delgados, con un rostro lleno de surcos, como tallado en un bloque de madera de teca a punta de navaja.
Estaba destocado y su largo pelo blanco flameaba agitado por la brisa de la tarde. Vi sus ojos entrecerrados –para ver mejor de lejos-, la gran nariz aguileña, los pómulos prominentes, el recio mentón.
Envuelto en una capa oscura, un palo cualquiera adquiría carácter de báculo entre sus manos sarmentosas. Erguido sobre una roca, su figura se recortaba en silueta, a contraluz.
Parecía un cardenal, un condestable, un mariscal de campo, un archiduque.
No he vuelto a ver a nadie tan humilde, tan elegante y con tanta majestad.

(1) Referencia a la agitada vida sexual de los dioses de las mitologías griega y romana, con Zeus, o Júpiter en vanguardia.

© José Luis Alvarez Fermosel

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