Puede vestirse uno
como los dioses –los del Olimpo lo hacían muy someramente, para no perder
tiempo al desvestirse- (1)… y no ser elegante.
Uno puede estar
siempre ataviado de acuerdo con cada circunstancia –lo cual no es poco-; con
buen gusto y aun con lujo, e ir los caballeros con traje, corbata y gemelos en
los puños de la camisa de seda… y no ser elegante. En todo caso, se estará bien
vestido.
El garbo seguro que
da la altura a ciertos hombres, la desenvoltura y la prestancia que llevan
consigo la autoridad y la buena salud económica no aseguran la elegancia, que
es algo innato que no se supedita a la buena figura, la modas, la calidad de la
ropa, el buen corte de las vestiduras y desde luego el dinero invertido en
accesorios como relojes, anillos, gemelos, botonaduras de perlas o de diamantes
para las camisas de esmoquin, pulseras de las llamadas esclavas y ese además tan largo.
La elegancia es un
don. El torero Luis Miguel Dominguín me dijo una vez que era un arte. Para el
modista Marbel es algo congenito y los diseñadores no pueden crear personas
elegantes, sólo vestirlas bien, o a la moda.
En cuanto a la moda
que se sigue a rajatabla hay que recordar a Stendhal: El mal gusto consiste en
confundir la moda que pasa con lo bello que perdura.
Las mujeres y los
tigres
Algunas mujeres son
elegantes. Otras, no. Algunas tienen la elegancia de los tigres de Bengala.
Muchas están más elegantes sin vestir.
No se ven ahora muchos
hombres elegantes. Ni siquiera en el cine. No se ven actores como Fred Astaire,
Cary Grant, David Niven, George Sanders, Melvyn Douglas, Clifton Webb…. Entre
los actuales apenas se alínean algunos como Sean Connery, Pierce Brosnan,
Jeremy Irons, Jude Law…
¡Claro –se me dirá-,
con esas pintas…! No es que la pinta sea lo de menos, como decía una vieja canción
popular. El aspecto, la apostura, la esbeltez ayudan pero no determinan la
elegancia, que se nota incluso en los ademanes. Uno puede estar envuelto en
cualquier tela, recostado en un árbol en un un jardín, con una copa en la mano
y ser elegante.
No todos los
aristócratas, ni los diplomáticos lo son. Conozco a muchos que están lejos de
serlo.
El diplomático, y
esencialmente play boy dominicano
Porfirio Rubirosa era bajo y corpulento, quizá demasiado, es decir, que no le
ayudaba la figura. Sin embargo era elegante, tenía ese don. Lo mismo le pasaba
a otro diplomático, éste español: Cacho Zabalza. No he conocido a muchos más.
En la roca viva
Paseaba yo un día
lejano por el campo en un pueblo de la provincia de Ciudad Real, en Castilla la
Nueva. Caía la tarde. De pronto, a pocos metros de mí, vi lo que en principio
me pareció una estatua en la roca viva, erigida en un risco.
Me acerqué y
comprobé enseguida que lo que había tomado por una escultura era un pastor: un
anciano gigantesco de miembros largos y delgados, con un rostro lleno de
surcos, como tallado en un bloque de madera de teca a punta de navaja.
Estaba destocado y
su largo pelo blanco flameaba agitado por la brisa de la tarde. Vi sus ojos
entrecerrados –para ver mejor de lejos-, la gran nariz aguileña, los pómulos
prominentes, el recio mentón.
Envuelto en una capa
oscura, un palo cualquiera adquiría carácter de báculo entre sus manos
sarmentosas. Erguido sobre una roca, su figura se recortaba en silueta, a
contraluz.
Parecía un cardenal,
un condestable, un mariscal de campo, un archiduque.
No he vuelto a ver a
nadie tan humilde, tan elegante y con tanta majestad.
(1) Referencia a la
agitada vida sexual de los dioses de las mitologías griega y romana, con Zeus,
o Júpiter en vanguardia.
© José Luis Alvarez Fermosel
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