martes, 12 de marzo de 2013

Mudanzas



Me ha sido anticipada en vida una parte del tiempo que permaneceré en el purgatorio, inmediatamente después de hincar el pico.
No creo en el purgatorio, ni en el infierno. Mi alusión a él no fue más que una figura humorística; que me permita hacer humor en mis actuales circunstancias no deja de tener su mérito, porque estoy mudándome: estoy cambiándome de piso y de barrio, después de haber permanecido en ambos durante muchos años.
He ingresado en un círculo que no está en el infierno del Dante. Otra referencia al averno. No es para menos.
El escritor español Angel Palomino sostenía que (…) las mudanzas humillan, degradan, obligan a desplegar actividades como cargar pesados fardos, grandes cajas de cartón, llenar enormes canastos de mimbre, enderezar clavos torcidos sobre la marcha, eliminar desechos
Hace ya varios años que Angel nos dejó, por desgracia. Si todavía viviera yo le diría, con el poco aliento que me queda:
- ¡Angel, qué corto te has quedado!
En la escala de los sucesos infaustos que disparan el estrés a su más alto nivel, la mudanza ocupa el tercer lugar después de la muerte de un ser querido y el despido del trabajo.

Una pesadilla

En el preciso momento en que uno decide mudarse comienza una pesadilla durante la cual puede pasarle a uno cualquier cosa, incluso volverse loco. Ha habido casos.
En el mejor de ellos se vive en un estado que oscila entre la depresión endógena y la furia desatada.
Las mudanzas causaron desavenencias entre padres e hijos, divorcios, rupturas de compromisos, alejamientos de amigos, enfermedades crónicas, tics nerviosos y otras calamidades.
En la primera fase de las tres que tiene toda mudanza en sus prolegómenos se vive, entre otras muchas, la angustia de extraer –palabra asociada con el dolor, desde la extracción de una muela, aunque sea con anestesia, hasta dinero de la cuenta de tu banco-, extraer a brazadas, iba a decir, los libros de las bibliotecas, que chocan unos contra otros, se resbalan entre las manos y se caen al suelo, donde permanecen con sus páginas abiertas como melancólicas alas, como si quisieran expresar su protesta al dueño que los trató siempre con tanto cariño, conservándolos limpios y rozagantes en sus cómodos nidos, y ahora se los arranca de ellos sin la menor consideración.
La pobre perra -¡menos mal!- está a salvo en la casa de su veterinaria Gabriela.

Destrozos

En todas las fases de la mudanza se rompen piezas de vajilla y cristalería heredadas, se rasga con la barra de la cortina de baño, por ejemplo, el lienzo de un óleo que nuestro abuelo pintó en París, en pleno Montmartre: uno de los pequeños tesoros de la familia.
La ropa se arruga y se aja al ser apiñada sin el menor miramiento donde Dios le da a uno a entender. Los archivadores se colocan en cualquier parte y luego cuesta muchísimo encontrarlos.
Uno se llena de polvo, se ensucia, se golpea contra aristas, se pincha con clavos, se corta con cristales rotos; no había nada de eso en ningún sitio antes de la mudanza.
Ahora es cuando se producen los ataques de pánico y los infartos. (Y según algunos, aunque yo no tengo fuentes seguras al respecto, los suicidios).
Cuando uno, insomne, macilento, rendido, sin haber comido ni bebido, ni siquiera haber tenido cinco minutos para afeitarse se dispone a descolgar el enésimo cuadro de la pared, se  escucha el timbre del portero eléctrico y resuena una potente voz de barítono: ¡Los de la mudanza! 
Uno se echa las manos a la cabeza, porque todavía le quedan cosas que embalar; no obstante, franquea la entrada a la que todavía es su vivienda a una escuadra de hercúleos jayanes vestidos con oscuras ropas de trabajo y provistos de cajas y cajones de todas las medidas y tamaños.

Sigue la mudanza

Llegado es el tiempo en que una parte de la familia tenga que quedarse en el que ya empieza a ser su anterior hogar, y otra siga al camión de mudanzas en pos del que será su nuevo domicilio, el que imprimir en las tarjetas de visita, no más que eso.  
Voy terminando ya este lamento borincano, no quiero amargarles la vida trayendo a su memoria recuerdos de viejas mudanzas, o identificándose con la mía.
La mía sigue. Cuando termine tendré que empezar a recomponer mi casa hecha pedazos. Con el mismo buen ojo y la misma paciencia que se necesitan para armar un rompecabezas difícil. Se tarda un año, poco más o menos. No tendré hogar, propiamente dicho, hasta dentro de un año, o quien sabe si más. A house is not a  home (una casa no es un hogar), dicen los ingleses.
Casi me olvidaba de decir que en las mudanzas se pierden cosas, se encuentran otras que no le pertenecen a uno y se rompen más de las que ya se habían roto al principio. Es más que sabido, no sé por qué lo repito.
Entre paréntesis, no tengo televisión ni Internet conectadas –escribo desde un locutorio-. En unos diez días estarán funcionando, dicen. Ya serán quince.
Por fin encuentro un momento para darme un baño y afeitarme. Me miro al espejo antes de enjabonarme la cara. ¡He envejecido diez años!

© José Luis Alvarez Fermosel 

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