Me ha sido
anticipada en vida una parte del tiempo que permaneceré en el purgatorio,
inmediatamente después de hincar el pico.
No creo en el
purgatorio, ni en el infierno. Mi alusión a él no fue más que una figura
humorística; que me permita hacer humor en mis actuales circunstancias no deja
de tener su mérito, porque estoy mudándome: estoy cambiándome de piso y de
barrio, después de haber permanecido en ambos durante muchos años.
He ingresado en un
círculo que no está en el infierno del Dante. Otra referencia al averno. No es
para menos.
El escritor español
Angel Palomino sostenía que (…) las
mudanzas humillan, degradan, obligan a desplegar actividades como cargar
pesados fardos, grandes cajas de cartón, llenar enormes canastos de mimbre,
enderezar clavos torcidos sobre la marcha, eliminar desechos…
Hace ya varios años
que Angel nos dejó, por desgracia. Si todavía viviera yo le diría, con el poco
aliento que me queda:
- ¡Angel, qué corto te has quedado!
En la escala de los
sucesos infaustos que disparan el estrés a su más alto nivel, la mudanza ocupa
el tercer lugar después de la muerte de un ser querido y el despido del
trabajo.
Una pesadilla
En el preciso momento
en que uno decide mudarse comienza una pesadilla durante la cual puede pasarle
a uno cualquier cosa, incluso volverse loco. Ha habido casos.
En el mejor de ellos
se vive en un estado que oscila entre la depresión endógena y la furia
desatada.
Las mudanzas causaron
desavenencias entre padres e hijos, divorcios, rupturas de compromisos,
alejamientos de amigos, enfermedades crónicas, tics nerviosos y otras calamidades.
En la primera fase
de las tres que tiene toda mudanza en sus prolegómenos se vive, entre otras
muchas, la angustia de extraer –palabra asociada con el dolor, desde la
extracción de una muela, aunque sea con anestesia, hasta dinero de la cuenta de
tu banco-, extraer a brazadas, iba a decir, los libros de las bibliotecas, que
chocan unos contra otros, se resbalan entre las manos y se caen al suelo, donde
permanecen con sus páginas abiertas como melancólicas alas, como si quisieran
expresar su protesta al dueño que los trató siempre con tanto cariño,
conservándolos limpios y rozagantes en sus cómodos nidos, y ahora se los
arranca de ellos sin la menor consideración.
La pobre perra
-¡menos mal!- está a salvo en la casa de su veterinaria Gabriela.
Destrozos
En todas las fases
de la mudanza se rompen piezas de vajilla y cristalería heredadas, se rasga con
la barra de la cortina de baño, por ejemplo, el lienzo de un óleo que nuestro
abuelo pintó en París, en pleno Montmartre: uno de los pequeños tesoros de la familia.
La ropa se arruga y
se aja al ser apiñada sin el menor miramiento donde Dios le da a uno a
entender. Los archivadores se colocan en cualquier parte y luego cuesta
muchísimo encontrarlos.
Uno se llena de
polvo, se ensucia, se golpea contra aristas, se pincha con clavos, se corta con
cristales rotos; no había nada de eso en ningún sitio antes de la mudanza.
Ahora es cuando se
producen los ataques de pánico y los infartos. (Y según algunos, aunque yo no
tengo fuentes seguras al respecto, los suicidios).
Cuando uno, insomne,
macilento, rendido, sin haber comido ni bebido, ni siquiera haber tenido cinco
minutos para afeitarse se dispone a descolgar el enésimo cuadro de la pared, se escucha el timbre del portero eléctrico y resuena
una potente voz de barítono: ¡Los de la
mudanza!
Uno se echa las
manos a la cabeza, porque todavía le quedan cosas que embalar; no obstante, franquea
la entrada a la que todavía es su vivienda a una escuadra de hercúleos jayanes
vestidos con oscuras ropas de trabajo y provistos de cajas y cajones de todas las
medidas y tamaños.
Sigue la mudanza…
Llegado es el tiempo
en que una parte de la familia tenga que quedarse en el que ya empieza a ser su
anterior hogar, y otra siga al camión de mudanzas en pos del que será su nuevo domicilio,
el que imprimir en las tarjetas de visita, no más que eso.
Voy terminando ya
este lamento borincano, no quiero amargarles la vida trayendo a su memoria
recuerdos de viejas mudanzas, o identificándose con la mía.
La mía sigue. Cuando
termine tendré que empezar a recomponer mi casa hecha pedazos. Con el mismo
buen ojo y la misma paciencia que se necesitan para armar un rompecabezas
difícil. Se tarda un año, poco más o menos. No tendré hogar, propiamente dicho,
hasta dentro de un año, o quien sabe si más. A house is not a home (una
casa no es un hogar), dicen los ingleses.
Casi me olvidaba de
decir que en las mudanzas se pierden cosas, se encuentran otras que no le
pertenecen a uno y se rompen más de las que ya se habían roto al principio. Es
más que sabido, no sé por qué lo repito.
Entre paréntesis, no
tengo televisión ni Internet conectadas –escribo desde un locutorio-. En unos diez
días estarán funcionando, dicen. Ya serán quince.
Por fin encuentro un
momento para darme un baño y afeitarme. Me miro al espejo antes de enjabonarme
la cara. ¡He envejecido diez años!
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