Hay un vino blanco muy bueno –recuerda Franco Vegliani-
en Montefiascone, en el camino de Roma a Prato, en plena región toscana, al pie
de los montes Apeninos. (¿Se acuerdan de aquel cuento entrañable, De los
Apeninos a los Andes de nuestra infancia?)
Pues bien, un famoso prelado alemán que tenía que
trasladarse a Roma, mandó a la descubierta a un familiar para que marcase las
paredes de las hosterías con la palabra “est” cuando el vino fuera bueno y
valiera la pena hacer una parada allí.
Los dignatarios de la Iglesia Católica han sido
siempre muy sibaritas. El refranero y el habla popular de España lo certifican
con expresiones como “chocolate de obispo”, “bocado de cardenal”, “paladar de
obispo”, “vivir como un cura”...
El caso es que el emisario de nuestra historia cumplió
su cometido a conciencia, y nada más llegar el obispo a Montefiascone encontró
escritas en el frontis de una posada tres palabras seguidas: Est! Est!!
Est!!!, así, con e mayúscula y admiración ascendente.
Allí paró el religioso, y bebió el delicioso vino de
Montefiascone, y tanto vino bebió que allí se murió, no más, de una gran
vinición.
Desde entonces, la denominación de origen del vino de
ese municipio, situado a unos 115 kilómetros de Roma por ferrocarril es Est!
Est!! Est!!! de Montefiascone.
Siempre, o casi siempre que hablamos de buenos vinos europeos
citamos en primer lugar a los españoles y a los franceses –hace ya mucho tiempo
que en estas playas estamos obsesionados con el Malbec que se hace en La
Argentina, entre paréntesis-.
El primitivo nombre de Italia fue Enotria (tierra del
vino), nombre tomado de los Enotri, que desde 2000 años antes de Cristo desarrollaron
y perfeccionaron la vitivinicultura, la vinificación y la conservación del
vino.
En Italia hay vinos excelentes, además del que se
elabora en Montefiascone. El popular Chianti, que acompaña tan bien a la pasta;
y otros como el Ravello, el Orvieto, el Frascati, el Castel del Monte, el
Ischia, el Albana, el San Vito di Luzzi, el Marsala…
© José Luis Alvarez Fermosel
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