lunes, 26 de agosto de 2013

Un barrio de Buenos Aires



El barrio es popular y populoso y está plagado de comercios de toda clase: almacenes de ramos generales y granjas que expenden productos cárnicos; y hay hasta pescaderías, con pescados enormes que se ven desde la calle a través de las vidrieras, rígidos en su lecho de hielo picado.
Las inmobiliarias ofrecen pisos y locales para tiendas en un technicolor de anuncios que se adhieren a sus grandes puertas de cristal. En el frontis de una de ellas se lee en grandes letras: Roascio. También hay bazares, farmacias, peluquerías –una en cada cuadra, o poco menos-; cafeterías sin rango de café, en las que se vende pan; ferreterías, bodegones, pizzerías, papelerías, mercados chinos y de los otros; turbias almonedas, florerías y negocios que venden ropa nueva y otros que compran y venden ropa “vintage”.
Casi todas las peluquerías son de paraguayos y bolivianos.
El tránsito rodado es fluido y hay árboles, pocos, para mi gusto.
Dijo el poeta: “Mas pasó el tiempo y no viniste/para alegrar mi soledad,/ y aquella tarde estaba triste,/como el árbol en la ciudad”. Tristes y todo, a mí me gustan los árboles en la ciudad, como los faroles y los bulevares
Pasan chicas hermosas con perros. Se ven perros de todas las razas, muchos de una mezcla de varias. Todos muy cuidados. Los pasean sus amos, eso sí. Todavía no he visto a ningún paseador, o paseadora de perros.

Lo mejor de todo es la gente

Lo mejor de todo es que la gente está bien educada, y es amable y simpática, y da gusto entrar en cualquier sitio a comprar algo.
Desde el café donde tomo el té de las cinco a las tres y media veo pasar a un negro gigantesco que vende bolsos para señoras. Un gran cartel publicitario ofrece un viaje a Ushuaia por poco más de 100 pesos y a Miami por 500, en cuotas, claro.
En una mesa cercana un señor de pelo blanco y gafas lee el diario con gesto adusto. No debe traer buenas noticias. A su lado, una muchacha muy delgada urde con grandes agujas una textura  de un violeta violento.
Después del té me pierdo por las calles con gente que va o viene de hacer ésto, lo otro y lo de más allá, pero no se la ve tensa, ni acongojada. Es gente de barrio.
Una neblina casi imperceptible, que si tuviera color sería azul claro, envuelve la calle atrafagada tan sutilmente que uno la siente, más que verla. De ahí, quizá, el leve olor a ozono que nos acompaña y se diluye al pasar por una tienda de especias. Se imponen aromas picantes de azafrán, nuez moscada, pimentón, vainilla…
Al costado de una perfumería inmensa y multicolor, tendido en plena calle, arropado por una vieja manta decolorada y rota un joven lee una novela –edición de bolsillo- que recuerda los libros de Bruguera de nuestra adolescencia 
El barrio, proteico y abigarrado, cambiará su fisonomía en unas pocas horas más, cuando el sol se ponga y prosiga la danza de las horas.

© José Luis Alvarez Fermosel

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