Cuando uno deviene nuevo rico piensa, en muchos casos, al menos, que hay que pregonar ese nuevo estado de uno a los cuatro vientos y a son de trompeta -¡cómo si no se notara!-. (Un viejo proverbio árabe reza: “Hay cuatro cosas que no se pueden ocultar: el amor, el humo, el dinero y un hombre cabalgando sobre un camello”.)
En las nuevas circunstancias financieras, porque no se conozcan de antes y ahora ya no importe que se note, o porque uno piense que no hay que preocuparse más de nada que no sea útil y productivo, suelen violarse reglas elementales de buena educación y buen gusto, e incurrirse en ordinarieces y cursilerías –sí, una y otra pueden ir juntas-.
También se piensa, o algunos piensan que con mucho dinero puede uno sentar patente de corso y navegar a toda vela y con buen rumbo por los procelosos mares, sembrados de escollos, de la buena sociedad, o del gran mundo, como prefieran, que algunos esnobs denominan “jet set” o “high life”, naturalmente en inglés, para que todo el mundo advierta que son cultos y políglotas.
Hay que tener en cuenta algunos detalles para no hacer el ridículo, o caer mal en círculos frecuentados por personas verdaderamente distinguidas, que unas veces tienen dinero y otras no, y da lo mismo, porque la clase –como el cariño verdadero, según la vieja copla gitana- no se compra ni se vende.
Por ejemplo, si uno viaja a un lugar donde tiene amigos, no anunciarse a bombo y platillos, como los reyes que antes de visitar un país extranjero mandaban por delante emisarios, ministros plenipotenciarios y chambelanes.
No enviar correos electrónicos que digan cosas tales como: “Llegaré tal día, a tal hora y, a pesar de que tengo la agenda cubierta, quisiera verte tal día, a tal hora. Busca un buen lugar y no te preocupes si es caro. Pagaré yo”.
Al destinatario de esa noticia se le pondrán los pelos de punta, al verse obligado a cambiar su rutina, buscar un restaurante caro donde comer o cenar con el visitante… ¡y rascarse el bolsillo!, porque él juega de local, o sea, que es el anfitrión y, naturalmente, él es quien tiene que invitar.
Lo correcto es viajar sin más, avisando sólo a los familiares más directos, y si uno tiene un rato libre y quiere de veras encontrarse con un viejo amigo, quedar con él en un lugar agradable y sencillo y tomar un café. Si el amigo propone una nueva reunión, pues tal vez se concrete, dentro de las posibilidades de tiempo del viajero.
Si uno no quiere pasar por advenedizo, no debe presumir de lo que tiene, o de lo que lleva puesto. Si luce un reloj ostentoso –que suele ser el caso, tratándose de nuevos ricos- y alguien, por quedar bien, se lo elogia, no hay que contestar en el acto, haciendo bailar el reloj en torno a la muñeca con la cadena, que es demasiado larga: “¡Es un Rolex!”, y a continuación decir la millonada que ha costado.
Primero, no hay que llevar nunca relojes ostentosos, los hay muy sencillos y muy buenos, ya que la sencillez no está reñida con la eficacia. Segundo, si alguien nos dice que le gusta nuestro reloj, o cualquier otra cosa que tengamos, decir que uno se alegra, o dar las gracias y cambiar rápidamente de conversación.
Desde luego que si hay que firmar algo delante de varias personas, y uno tiene que sacar a relucir un bolígrafo, o una pluma estilográfica, jamás deberá decir: "¡Es de oro!", aunque lo sea.
No deben dejarse en los contestadores de los celulares mensajes como éste: “¡Soy yo, llámame!” Se puede ser, sin gran esfuerzo, menos seco, menos imperioso y más explícito.
Hablando de celulares, no llevarlos a los restaurantes y a las fiestas, y si se llevan, no usarlos.
Hablando de fiestas, aunque parezca mentira todavía se llevan a ellas los trajes oscuros, las camisas blancas, las corbatas discretas y los zapatos negros, relucientes –las señoras siempre se las arreglan para estar bien-.
Ahora se ha puesto muy de moda ir de traje y camisa, pero sin corbata. Está bien, es “cool”, es la moda. Vestirse como uno quiere es ejercer uno de los indiscutibles derechos del hombre. Así que si uno es conservador y se ajusta a las normas de toda su vida, no tiene que ser objeto de críticas ni de bromas de mal gusto alusivas a su edad. Se tiene la edad que se ejerce.
En las fiestas se toman copas. ¡Cuidado con ellas! Hay que saber beber inteligentemente: pocas copas, muy espaciadas y bocaditos de lo que sea entre copa y copa. Ah, si uno no está con una en la mano, no sacarle la suya a su mujer o al conocido más cercano y beberse un trago, no sin antes decir con lo que uno cree que es gran cancha: “¿Me das un chupito?”
Hay que comportarse con sencillez, discreción y buenos modales; en las fiestas y en la vida: hablar poco, escuchar mucho, observar. Y no querer estar seguro de muchas cosas de las que se duda.
En las nuevas circunstancias financieras, porque no se conozcan de antes y ahora ya no importe que se note, o porque uno piense que no hay que preocuparse más de nada que no sea útil y productivo, suelen violarse reglas elementales de buena educación y buen gusto, e incurrirse en ordinarieces y cursilerías –sí, una y otra pueden ir juntas-.
También se piensa, o algunos piensan que con mucho dinero puede uno sentar patente de corso y navegar a toda vela y con buen rumbo por los procelosos mares, sembrados de escollos, de la buena sociedad, o del gran mundo, como prefieran, que algunos esnobs denominan “jet set” o “high life”, naturalmente en inglés, para que todo el mundo advierta que son cultos y políglotas.
Hay que tener en cuenta algunos detalles para no hacer el ridículo, o caer mal en círculos frecuentados por personas verdaderamente distinguidas, que unas veces tienen dinero y otras no, y da lo mismo, porque la clase –como el cariño verdadero, según la vieja copla gitana- no se compra ni se vende.
Por ejemplo, si uno viaja a un lugar donde tiene amigos, no anunciarse a bombo y platillos, como los reyes que antes de visitar un país extranjero mandaban por delante emisarios, ministros plenipotenciarios y chambelanes.
No enviar correos electrónicos que digan cosas tales como: “Llegaré tal día, a tal hora y, a pesar de que tengo la agenda cubierta, quisiera verte tal día, a tal hora. Busca un buen lugar y no te preocupes si es caro. Pagaré yo”.
Al destinatario de esa noticia se le pondrán los pelos de punta, al verse obligado a cambiar su rutina, buscar un restaurante caro donde comer o cenar con el visitante… ¡y rascarse el bolsillo!, porque él juega de local, o sea, que es el anfitrión y, naturalmente, él es quien tiene que invitar.
Lo correcto es viajar sin más, avisando sólo a los familiares más directos, y si uno tiene un rato libre y quiere de veras encontrarse con un viejo amigo, quedar con él en un lugar agradable y sencillo y tomar un café. Si el amigo propone una nueva reunión, pues tal vez se concrete, dentro de las posibilidades de tiempo del viajero.
Si uno no quiere pasar por advenedizo, no debe presumir de lo que tiene, o de lo que lleva puesto. Si luce un reloj ostentoso –que suele ser el caso, tratándose de nuevos ricos- y alguien, por quedar bien, se lo elogia, no hay que contestar en el acto, haciendo bailar el reloj en torno a la muñeca con la cadena, que es demasiado larga: “¡Es un Rolex!”, y a continuación decir la millonada que ha costado.
Primero, no hay que llevar nunca relojes ostentosos, los hay muy sencillos y muy buenos, ya que la sencillez no está reñida con la eficacia. Segundo, si alguien nos dice que le gusta nuestro reloj, o cualquier otra cosa que tengamos, decir que uno se alegra, o dar las gracias y cambiar rápidamente de conversación.
Desde luego que si hay que firmar algo delante de varias personas, y uno tiene que sacar a relucir un bolígrafo, o una pluma estilográfica, jamás deberá decir: "¡Es de oro!", aunque lo sea.
No deben dejarse en los contestadores de los celulares mensajes como éste: “¡Soy yo, llámame!” Se puede ser, sin gran esfuerzo, menos seco, menos imperioso y más explícito.
Hablando de celulares, no llevarlos a los restaurantes y a las fiestas, y si se llevan, no usarlos.
Hablando de fiestas, aunque parezca mentira todavía se llevan a ellas los trajes oscuros, las camisas blancas, las corbatas discretas y los zapatos negros, relucientes –las señoras siempre se las arreglan para estar bien-.
Ahora se ha puesto muy de moda ir de traje y camisa, pero sin corbata. Está bien, es “cool”, es la moda. Vestirse como uno quiere es ejercer uno de los indiscutibles derechos del hombre. Así que si uno es conservador y se ajusta a las normas de toda su vida, no tiene que ser objeto de críticas ni de bromas de mal gusto alusivas a su edad. Se tiene la edad que se ejerce.
En las fiestas se toman copas. ¡Cuidado con ellas! Hay que saber beber inteligentemente: pocas copas, muy espaciadas y bocaditos de lo que sea entre copa y copa. Ah, si uno no está con una en la mano, no sacarle la suya a su mujer o al conocido más cercano y beberse un trago, no sin antes decir con lo que uno cree que es gran cancha: “¿Me das un chupito?”
Hay que comportarse con sencillez, discreción y buenos modales; en las fiestas y en la vida: hablar poco, escuchar mucho, observar. Y no querer estar seguro de muchas cosas de las que se duda.
© José Luis Alvarez Fermosel
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“Buñuel: duro por fuera y tierno por dentro”
2 comentarios:
¡Cuánta razón tiene, Caballero Español! Por una situación casi idéntica a la que cuenta, mi hermano y yo (no tenemos más) no nos hablamos. Es tremendo ser un nuevo rico. Creo que mucha gente no está preparada ni siquiera para tener un mediano buen pasar. Se les suben los humos a la cabeza. Gloria (de Burzaco)
Sí, Gloria, es tal cual: es mucho mejor ser venido a menos que venido a más. Muy poca gente resiste como se debe el fuerte impacto de los millones súbitos. Gracias por escribirme y un saludo muy cordial.
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