domingo, 25 de enero de 2009

Cafés famosos

El primer café de la historia fue Le Procope, que se inauguró en 1686 en el número 13 de la Rue de L’Ancienne Comédie Française de París, al que concurrían Moliére y Racine cuando la Comédie Française estaba en el 14 de la misma calle. Ahora Le Procope es un restaurante, muy caro, por cierto, como si hubiera que rendir tributo al hecho de que, además de célebres dramaturgos y otras no menos encumbradas personalidades, Napoleón Bonaparte fuera uno de sus clientes más asíduos.
El 29 de diciembre de 1729, Florian Francesconi abrió un local en la plaza de San Marcos de Venecia: el café Florian. Por sus salones, que conservan su elegancia, desfilaron escritores como Charles Dickens, Lord Byron y Marcel Proust.
Otros cafés que hicieron historia, y aún permanecen abiertos, son el Greco, el primer café de Roma, fundado por un emigrante griego en 1760. Uno de sus más notorios concurrentes, muchos años después de su fundación, fue Buffalo Bill. Músicos como Listz, Bizet y Wagner compusieron en sus mesas sus obras más destacadas.
Quizás los cafés más famosos sean los de París, ya que la Ciudad Luz es ciudad de cafés, como Londres lo es de pubs, Madrid de tascas y Munich de cervecerías.
Citemos el Cluny, La Coupole, Le Dôme, la cervecería Lipp…; la Closerie des Lilas, en el Boulevard Montparnasse, que guarda el recuerdo de Hemingway y Scott Fitzgerald; el Café de Flore, el favorito de Albert Camus y Jacques Prevert; Les Deux Magots (ver foto), en el Boulevard Saint Germain, cuyos clientes más connotados fueron Rimbaud y Verlaine y, posteriormente, André Breton, Sartre y Simone de Beauvoir; el Fouquet’s, en la esquina de Champs Elysées y la Avenida Jorge V, que congrega a directores y actores de cine -no es raro ver en su terraza a Gerárd Depardieu, Fanny Ardant, Isabelle Adjani y otras luminarias del séptimo arte-.
Un clásico entre los clásicos es el Café de la Paix, en la Place de la Opera. En Maxim’s –fundado en 1893- se come espléndidamente, pero hay que ser millonario, o poco menos, para pagar la cuenta. Fue comprado en 1981 por el modista Pierre Cardin.
No hay que olvidar el Select, donde yo me obstiné siempre en convocar –sin resultado positivo alguno- al fantasma de Hemingway, bebiendo un Bloody Mary tras otro. Un día me pareció verlo metiéndose en un espejo, pero creo que fue por el efecto del vodka de los Bloody Mary.
Ya que hablamos de Hemingway y de cafés, no podemos dejar de mencionar a Floridita y La Bodeguita de Enmedio de La Habana, donde el eximio escritor, y no menos eximio bebedor, hacía un consumo más que regular de mojitos y daiquiris.
La construcción del café del Museo Guggenhein de Nueva York empezó en 1942. El arquitecto Frank Lloyd Wright se encargó de las primeras obras, que finalizaron en 1959. Es un café muy concurrido, pero yo prefiero el River Cafe, bajo el Puente de Brooklyn, con su magnífica vista de Nueva York y su jardín lujuriante. A partir del atardecer siempre se escuchan las lánguidas notas de un piano lejano que interpreta viejas melodías románticas. Parece que de un momento a otro fueran a aparecer Humphrey Bogart, Marilyn Monroe o Ava Gardner. En el River Cafe…, pero como decía Kipling y nosotros hemos repetido hasta la saciedad, esa es otra historia…
El café por antonomasia de Lisboa es el Brasileira. Es un café de tertulianos. Van muchos escritores. A la entrada está la estatua de Fernando Pessoa, con su sempiterna taza de café.
Entre los cafés de Madrid –donde además de tascas hay algunos, aunque muchos van sucumbiendo- el Gijón, del que he hablado páginas atrás, El Comercial y el de San Millán –al que iba a veces con mi padre y con mi abuelo- ocupan un lugar de privilegio. Desaparecieron tiempo ha Fornos, la Granja el Henar, El Gato Negro, la botillería de Pombo, el café Varela…
El café del hotel Adlon de Berlín, situado enfrente de la Puerta de Brandenburgo, fue lugar de reunión de gente de cine en los años 20. A él acudían con frecuencia Ernest Lubitch, Charles Chaplin y Josephine Baker. En 1938 cayó sobre él una maldición, porque el partido nazi se apoderó de sus salones y los convirtió en la sede de su propaganda cultural. Fue uno de los pocos edificios que resistieron el bombardeo de los aliados en las postrimería de la Segunda Guerra Mundial.
En otro café de otro hotel, el del Pera Palace de Estambul, Agatha Crhistie escribió parte de una de sus novelas policiales más leídas, Asesinato en el Oriente Express. La escritora inglesa, creadora de los detectives Miss Marple y Hercule Poirot, se hospedó durante su estancia en Turquía en la habitación 410 del hotel Pera Palace, que se cita en la obra Orient Express del autor, también inglés, Graham Greene.
El Gran Café Tortoni de Buenos Aires abrió sus puertas en 1858, cuando la capital argentina se mantenía segregada del resto de la Confederación. Su primer dueño fue un francés apellidado Touan, quien le dio el nombre en recuerdo de un famoso establecimiento del Boulevard des Italiens, centro de reunión de la flor y nata de la cultura parisiense del siglo XIX. Está situado en la española Avenida de Mayo 825/9. Fue siempre reducto de poetas, letristas y músicos de tango y de otros artistas. Entre los escritores más destacados figuraron Jorge Luis Borges, Baldomero Fernández Moreno y Raúl González Tuñón.
Foros de debates, clubes de amigos, hogares fuera del hogar, testigos del desarrollo de las letras, otras artes, la política e incluso las ciencias, los cafés son instituciones donde tomar una, o varias tazas de café, es en realidad lo que menos importa, porque como muy acertadamente dice Alberto Figueroa, “están hechos para tramar revoluciones, escribir versos, crear sistemas filosóficos y aumentar ocios creativos de diversos géneros”.
Nada más grato que pasar un buen rato en un café, sólo o acompañado. Las maneras de pensar, escribir, hablar y formar tertulias ha cambiado desde finales del siglo siglo XIX y principios del XX, pero en una buena parte del mundo, y sobre todo en Europa, todavía se conservan lugares en los que reunirse a tomar un café y charlar fue siempre tan importante como hoy estar conectado a Internet, como dijo José Cabanach.
No hay lugar como el café para dedicarse a la que Plinio el Viejo definió como la más agradable de las ocupaciones: no hacer nada, mientras se ve, se escucha y… se aprende. El ocio de los cafés es el ocio inteligente, el “divinum otium” que propugnaban los antiguos romanos.

© José Luis Alvarez Fermosel

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, Caballero Español: ¡Qué hermosas notas! Su blog me encanta y lo leo siempre. Esta serie de los cafés fueron magníficos. Esperaré con qué me sorprende en el próximo post. Muchos cariños. Carina.

Anónimo dijo...

Muchas gracias, Carina. La verdad es que con lectores como tú da gusto escribir. Te adelanto que tal vez escriba otra nota de cafés, pero todavía está la cosa en agua de borrajas. Muchos cariños.