Sí, él también estuvo en Argentina un par de años, en los “roaring twenties”, o los locos años veinte. Era gallego y, por más señas, de Orense -una de las cinco provincias gallegas, que son: La Coruña, Lugo, Orense, Pontevedra... y Buenos Aires, como todo el mundo sabe.
Estoy hablando de Julio Camba (1884-1962), gran periodista devenido escritor y “bon vivant” de nacimiento y por dedicación.
Camba, entre cuyas obras figuran La Casa de Lúculo, Aventuras de una peseta y La rana viajera, no se hizo la América, como tantos de sus compatriotas.
Volvió a España pobre, tal como se había ido. Y allí empezó a escribir y, naturalmente, ya nunca dejó de ser pobre, hasta el fin de sus días. Tenía, eso sí, una casi ilimitada capacidad de gastos, lo cual le permitió vivir siempre muy bien.
Fue el único corresponsal, en la larga y brillante historia del periodismo español, que hizo siempre humor, que no escribió una sola línea en serio, por así decirlo, que no fue solemne, ni dramático, ni mucho menos pesado.
Escribía, por sistema, una carilla tamaño carta, casi nunca más. Sus crónicas desde París, Londres y Berlín fueron de antología. Las recopiló después en varios libros, que tenían todos el mismo, o casi el mismo título: De mis tiempos en Francia, De mis tiempos en Inglaterra, etcétera.
El prestigioso diario monárquico ABC de los Luca de Tena -¡ése también…!- no le pagaba sueldo, sino una pequeña cantidad de dinero por crónica publicada.
A veces pasaba mucho tiempo sin que Julio Camba mandara una línea a su periódico. El jefe de corresponsales se quejaba. El dueño y director del diario, Juan Ignacio Luca de Tena, que lo conocía muy bien, movía melancólicamente la cabeza y decía: “Este Julio, este Julio...: debe estar ganando otra vez al póquer...”.
Como bien dijo Luis G. Tosar en la revista Galicia en el Mundo, a Julio Camba -que donde mejor escribía era en la cama-, le pasaba lo que a Chesterton: lo que para todo el mundo era verdaderamente fantástico, para Camba era la pura realidad, a partir de la cual “construía sus divertidas carantoñas, indicándonos que las ideas son lo único que tiene sentido común” -dice Tosar, quien es consciente de que algunas ideas, empero, carecen de sentido común, según a quién se le ocurran.
Julio Camba, ya digo, nunca tuvo un centavo. Llegó a viejo sin familia, sin ahorros, sin jubilación, sin nada. Cobraba cada tanto unas pocas pesetas en concepto de derechos de autor, por sus libros.
El hotel Palace, el más lujoso de Madrid, junto con el Ritz, le cedió una pequeña habitación, en la que se pasaba el día leyendo. Naturalmente, no le cobraban.
Algunos muchachos que entonces estudiábamos y, sobre todo, que leíamos -y conocíamos, por tanto, la obra de Camba- nos juntábamos un día y lo llamábamos por teléfono al Palace.
-- Don Julio, queremos invitarle a comer, un día de éstos.
-- Cuando ustedes quieran, pero... ¿a dónde me van a llevar?
Había que llevarlo a algún lugar en el que se comiera muy bien, porque era un “gourmet” extraordinario. Casi siempre íbamos a Casa Ciriaco, cerca de la catedral de La Almudena.
Hablábamos un día de vinos. “Los inventores de la copa de color -nos dijo-, de cualquier color para el vino blanco, fueron los alemanes, después de una mala cosecha. Así no se podía ver con claridad el vino, como se ve en una copa transparente”.
Fue un magnífico periodista, un escritor brillante y ameno y un gozador, un sibarita. Tenía sentido del humor y gracia a la vez, cosas que no siempre van juntas, no nos cansaremos de repetirlo. Se tiene una o se tiene otra. El era afortunado poseedor de ambas.
El también estuvo en Argentina.
Estoy hablando de Julio Camba (1884-1962), gran periodista devenido escritor y “bon vivant” de nacimiento y por dedicación.
Camba, entre cuyas obras figuran La Casa de Lúculo, Aventuras de una peseta y La rana viajera, no se hizo la América, como tantos de sus compatriotas.
Volvió a España pobre, tal como se había ido. Y allí empezó a escribir y, naturalmente, ya nunca dejó de ser pobre, hasta el fin de sus días. Tenía, eso sí, una casi ilimitada capacidad de gastos, lo cual le permitió vivir siempre muy bien.
Fue el único corresponsal, en la larga y brillante historia del periodismo español, que hizo siempre humor, que no escribió una sola línea en serio, por así decirlo, que no fue solemne, ni dramático, ni mucho menos pesado.
Escribía, por sistema, una carilla tamaño carta, casi nunca más. Sus crónicas desde París, Londres y Berlín fueron de antología. Las recopiló después en varios libros, que tenían todos el mismo, o casi el mismo título: De mis tiempos en Francia, De mis tiempos en Inglaterra, etcétera.
El prestigioso diario monárquico ABC de los Luca de Tena -¡ése también…!- no le pagaba sueldo, sino una pequeña cantidad de dinero por crónica publicada.
A veces pasaba mucho tiempo sin que Julio Camba mandara una línea a su periódico. El jefe de corresponsales se quejaba. El dueño y director del diario, Juan Ignacio Luca de Tena, que lo conocía muy bien, movía melancólicamente la cabeza y decía: “Este Julio, este Julio...: debe estar ganando otra vez al póquer...”.
Como bien dijo Luis G. Tosar en la revista Galicia en el Mundo, a Julio Camba -que donde mejor escribía era en la cama-, le pasaba lo que a Chesterton: lo que para todo el mundo era verdaderamente fantástico, para Camba era la pura realidad, a partir de la cual “construía sus divertidas carantoñas, indicándonos que las ideas son lo único que tiene sentido común” -dice Tosar, quien es consciente de que algunas ideas, empero, carecen de sentido común, según a quién se le ocurran.
Julio Camba, ya digo, nunca tuvo un centavo. Llegó a viejo sin familia, sin ahorros, sin jubilación, sin nada. Cobraba cada tanto unas pocas pesetas en concepto de derechos de autor, por sus libros.
El hotel Palace, el más lujoso de Madrid, junto con el Ritz, le cedió una pequeña habitación, en la que se pasaba el día leyendo. Naturalmente, no le cobraban.
Algunos muchachos que entonces estudiábamos y, sobre todo, que leíamos -y conocíamos, por tanto, la obra de Camba- nos juntábamos un día y lo llamábamos por teléfono al Palace.
-- Don Julio, queremos invitarle a comer, un día de éstos.
-- Cuando ustedes quieran, pero... ¿a dónde me van a llevar?
Había que llevarlo a algún lugar en el que se comiera muy bien, porque era un “gourmet” extraordinario. Casi siempre íbamos a Casa Ciriaco, cerca de la catedral de La Almudena.
Hablábamos un día de vinos. “Los inventores de la copa de color -nos dijo-, de cualquier color para el vino blanco, fueron los alemanes, después de una mala cosecha. Así no se podía ver con claridad el vino, como se ve en una copa transparente”.
Fue un magnífico periodista, un escritor brillante y ameno y un gozador, un sibarita. Tenía sentido del humor y gracia a la vez, cosas que no siempre van juntas, no nos cansaremos de repetirlo. Se tiene una o se tiene otra. El era afortunado poseedor de ambas.
El también estuvo en Argentina.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
De Julio nos quedó su humor,sus escritos, la sala que lleva su nombre en El Palace, la calle junto a Ventas, donde por cierto hay un excelente bar (Gambrinus)en el num 5 y su manera de ver y vivir la vida. Hasta se reía de su anarquismo, que usó para que el billete de vuelta a España desde Argentina, le saliera gratis.
La Rana viajera la recomiendo a todos y un excelente recopilatorio
de Espasa Calpe ISBN.-978-84-670-1267-5,
Gracias J Luis por tu mención a éste excelente escritor y español universal.Un saludo.
armando
Armando: gracias por tu comentario. Yo también tengo un ejemplar de La Rana Viajera. Coincido contigo. Un saludo cordial.
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