martes, 15 de mayo de 2012

La estación


El tren volvía a partir, sucio y mojado, en un mundo oscuro, sembrado de luces muy dispersas.

He venido a la estación a recoger un paquete que me envían de una cercana ciudad balnearia.
La noche está en pañales, como quien dice. La estación bulle de gente. La luz es amarillenta y escasa. Quizás sea la mala iluminación de las estaciones de tren lo que les da un tono grisáceo y provoca ese leve malestar, esas ganas de irse, esa especie de congoja que no tiene razón de ser ni fundamento. El pitido del convoy que se va contribuye a acentuar esa sensación. Además, parece llevarse algo de uno mismo, en venganza porque no viaja en él.
Los trenes se enfadan cuando no se llenan de pasajeros. Saben que mucha gente se desplaza en automóvil, en avión u otros vehículos que tienen menos tradición que ellos y no han protagonizado películas ni libros “best seller”. Eso les da mucha rabia.
Me voy al bar, en pos de un café o un trago de un destilado honroso.
El bar es pequeño, húmedo y huele a café, a mantequilla fundiéndose al fuego y a moho. Hay algunas personas sentadas a las mesas de fórmica, frente a una barra sin banquetas, con campanas de vidrio sobre “sandwiches” de un pálido fiambre inidentificable.
Pido una ginebra, que es bebida de bar de estación de ferrocarril. Me la sirve una muchacha trigueña de ojos tristes. ¿Estará pensando en su novio, o en el tiempo que aún ha de pasar hasta que llegue la hora de irse? 
A lo mejor vive en una localidad suburbana, o en un barrio alejado de la capital y tiene que tomar un tren. Por lo menos ya está en la estación.

Esa grisura melancólica…

En Madrid convirtieron la estación de Atocha (la del Mediodía, la del atentado) en un hermoso jardín tropical -con plantas  gigantescas-, que incluye una cafetería amplia y moderna, con terraza.
Pero esa grisura melancólica característica de las terminales de ferrocarril subyace igualmente bajo la floresta; la tristeza de la estación que impregna el  aire, que huele a gas oil y humedad, parece que fluyera porque sólo viajara en tren gente que se fuera, que nos abandonara. De ahí eso de que partir es morir un poco y despedidas de personas que sollozan y flamean pañuelos blancos; y quizás la mala prensa que tiene el tren, que aparece siempre en el cine como semillero de intrigas, en el que se cometen crímenes o es asaltado por la banda de Jesse James.
Los trenes de lujo como el Orient Express –que dio el último pitido en 2009-, el Transiberiano, los de la India (hay muchos), Colombia, Brasil, Australia (The Ghan), El Bleu Coast y los rápidos como el AVE español, el Tren Bala chino, los de Japón y el White Rose británico parece que estuvieran sólo para salir en el cine y para que escritores como Agatha Christie, Graham Greene, Georges Simenon y otros escribieran novelas sobre lo que pasa en ellos.
Hubo poetas que dedicaron versos al tren, como Agustín de Foxá, a quien he citado en algún otro artículo sobre este medio de transporte, que muchos  consideran romántico

Tren del amanecer; con una lámpara
De acetileno,
Donde muere ciega
La mariposa, azul de los pinares,
Que perfumó la ventanilla abierta.

Recojo mi paquete y salgo de la estación. La noche está hecha una señorita.

© José Luis Alvarez Fermosel

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