Los perros de las
estaciones de trenes y autocares de larga distancia suelen ser de color canela
y tamaño mediano.
Tienen los ojos
ambarinos y la mirada resignada y fatalista de quien ya vio todo lo que hay que
ver.
Zascandilean entre
los viajeros distraídos y rondan la cafetería, a ver si pescan restos de una
medialuna o un “sandwich” en el suelo.
Son perros sin
dueño, nadie los cuida, carecen de afecto. Pero están hechos a su vida
errabunda y bohemia. Al menos gozan de libertad. Y no sufren, como los
callejeros.
Los perros se
habitúan a vivir esa vida que se llama de perros, que a decir verdad es vida de
hombres y no es vida ni es nada.
De raza indefinida,
o mezcla de varias, casi todos parecen tener algo de ovejero alemán. Suele
verse de vez en cuando un ejemplar más pequeño, de lanas sucias, echado junto a
un poste indicador, como si esperara la llegada de un tren que le condujera a
un destino mejor.
Nadie se fija en los
perros de las estaciones
A alguno de esos
perros le da de pronto por seguir a una familia en la que hay un niño al que
llevan de la mano, que vuelve la cabeza con ganas de soltarse e ir a acariciar
al gozque en la cabeza. Este lo advierte y sigue al grupo, al que termina por
abandonar en cuanto ve que gana distancia y pronto desaparecerá de su vista para
siempre.
Nadie, o muy poca
gente se fija en los perros de las estaciones. Aunque en las cafeterías a las
que me referí antes no es raro que alguien les dé de comer, y agua, lo más
vital, lo que más les cuesta encontrar.
Es muy posible que
el hecho de que nadie repare en los perros de las estaciones de trenes y microbuses
se deba a que son pocos, están dispersos en recintos muy amplios y saben cómo
ponerse a buen recaudo.
Si fueran más ya se
le habría ocurrido a un obispo católico exterminarlos, envenenándolos, por
ejemplo, un procedimiento de gran eficacia y precisión para borrar a un ser
viviente de la faz de la tierra, muy utilizado por los príncipes de la iglesia
en el pasado.
En Punta Arenas,
Chile –la ciudad más austral del mundo, entre paréntesis-, el obispo católico
Bernardo Bastres impulsó recientemente una masiva matanza de perros sin amo en
nombre de Dios.
© José Luis Alvarez Fermosel
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