jueves, 17 de enero de 2013

Los perros de las estaciones de tren



Los perros de las estaciones de trenes y autocares de larga distancia suelen ser de color canela y tamaño mediano.
Tienen los ojos ambarinos y la mirada resignada y fatalista de quien ya vio todo lo que hay que ver.
Zascandilean entre los viajeros distraídos y rondan la cafetería, a ver si pescan restos de una medialuna o un “sandwich” en el suelo.
Son perros sin dueño, nadie los cuida, carecen de afecto. Pero están hechos a su vida errabunda y bohemia. Al menos gozan de libertad. Y no sufren, como los callejeros.
Los perros se habitúan a vivir esa vida que se llama de perros, que a decir verdad es vida de hombres y no es vida ni es nada.
De raza indefinida, o mezcla de varias, casi todos parecen tener algo de ovejero alemán. Suele verse de vez en cuando un ejemplar más pequeño, de lanas sucias, echado junto a un poste indicador, como si esperara la llegada de un tren que le condujera a un destino mejor.

Nadie se fija en los perros de las estaciones

A alguno de esos perros le da de pronto por seguir a una familia en la que hay un niño al que llevan de la mano, que vuelve la cabeza con ganas de soltarse e ir a acariciar al gozque en la cabeza. Este lo advierte y sigue al grupo, al que termina por abandonar en cuanto ve que gana distancia y pronto desaparecerá de su vista para siempre.
Nadie, o muy poca gente se fija en los perros de las estaciones. Aunque en las cafeterías a las que me referí antes no es raro que alguien les dé de comer, y agua, lo más vital, lo que más les cuesta encontrar.
Es muy posible que el hecho de que nadie repare en los perros de las estaciones de trenes y microbuses se deba a que son pocos, están dispersos en recintos muy amplios y saben cómo ponerse a buen recaudo.
Si fueran más ya se le habría ocurrido a un obispo católico exterminarlos, envenenándolos, por ejemplo, un procedimiento de gran eficacia y precisión para borrar a un ser viviente de la faz de la tierra, muy utilizado por los príncipes de la iglesia en el pasado.
En Punta Arenas, Chile –la ciudad más austral del mundo, entre paréntesis-, el obispo católico Bernardo Bastres impulsó recientemente una masiva matanza de perros sin amo en nombre de Dios.

© José Luis Alvarez Fermosel

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