Si uno está en la
lona, sin un duro, con el agua al cuello, sin perspectivas, sin un solo
proyecto, quizá tenga alguna excusa arramblar al poner pies en polvorosa con el
dinero suelto que está sobre la cómoda, tomándolo prestado con el firme
propósito de devolverlo. Al fin y al cabo hay, o hubo confianza, ¿no?
Pero no se lleva uno
el edredón -que en Argentina se llama acolchado-, por más que en las últimas
horas se haya peleado con la locataria, o se dé el caso, harto improbable, de
que la locataria nos deba dinero.
El edredón no. Es
algo muy íntimo, que forma parte de la cama; algo que envuelve, que abriga, que
da calor, en lo que se arrebuja uno en las frías noches de invierno, cuando el
viento rosma como un lobo famélico y la lluvia golpea insistente, monótona, los
cristales de las ventanas.
Es algo personal e
intrasferible, que no vale mucho dinero –aunque esté relleno de plumas-, por el
que van a dar cuatro perras gordas (1) si se vende, máxime si está usado.
Verdaderamente, es
de cuarta robarle el edredón a la muchacha que nos dio albergue porque le
sobraban habitaciones en el viejo caserón que da a un jardín y nos alquiló una,
ya que no teníamos donde vivir.
Es de ladrón cobarde
y rastrero; de carterista de autobús, de furtivo ladronzuelo de pensión de
señoras mayores.
No se lleva uno el
edredón, y le deja sin abrigo a la muchacha friolera de ojos claros que
trabaja. Una vez, cuando era adolescente, le regalaron un edredón unos amigos
de su padre y lo tuvo muchos años.
Luego se compró otro
rascándose el bolsillo, como se dice vulgarmente. Y un día se lo robaron.
Tal vez un libro,
los cubiertos de plata –como en aquel cuento de Chesterton-, una pequeña
acuarela, un juego de dominó, una botella de vino generoso.
Pero no se lleva uno
el edredón.
(1) Antiguamente,
monedas de diez céntimos.
© José Luis Alvarez Fermosel
No hay comentarios:
Publicar un comentario