jueves, 13 de junio de 2013

No se lleva uno el edredón



Si uno está en la lona, sin un duro, con el agua al cuello, sin perspectivas, sin un solo proyecto, quizá tenga alguna excusa arramblar al poner pies en polvorosa con el dinero suelto que está sobre la cómoda, tomándolo prestado con el firme propósito de devolverlo. Al fin y al cabo hay, o hubo confianza, ¿no?
Pero no se lleva uno el edredón -que en Argentina se llama acolchado-, por más que en las últimas horas se haya peleado con la locataria, o se dé el caso, harto improbable, de que la locataria nos deba dinero.
El edredón no. Es algo muy íntimo, que forma parte de la cama; algo que envuelve, que abriga, que da calor, en lo que se arrebuja uno en las frías noches de invierno, cuando el viento rosma como un lobo famélico y la lluvia golpea insistente, monótona, los cristales de las ventanas.
Es algo personal e intrasferible, que no vale mucho dinero –aunque esté relleno de plumas-, por el que van a dar cuatro perras gordas (1) si se vende, máxime si está usado.
Verdaderamente, es de cuarta robarle el edredón a la muchacha que nos dio albergue porque le sobraban habitaciones en el viejo caserón que da a un jardín y nos alquiló una, ya que no teníamos donde vivir.
Es de ladrón cobarde y rastrero; de carterista de autobús, de furtivo ladronzuelo de pensión de señoras mayores.
No se lleva uno el edredón, y le deja sin abrigo a la muchacha friolera de ojos claros que trabaja. Una vez, cuando era adolescente, le regalaron un edredón unos amigos de su padre y lo tuvo muchos años.    
Luego se compró otro rascándose el bolsillo, como se dice vulgarmente. Y un día se lo robaron.
Tal vez un libro, los cubiertos de plata –como en aquel cuento de Chesterton-, una pequeña acuarela, un juego de dominó, una botella de vino generoso.
Pero no se lleva uno el edredón.

(1) Antiguamente, monedas de diez céntimos.

© José Luis Alvarez Fermosel

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