Sólo la palabra
vals, por más que se diga casualmente, despierta hoy en día reacciones, si no
adversas –como se dice en los prospectos de las medicinas que vienen en cajas-,
cuando menos extrañeza, por no decir perplejidad, o en el extremo, cierta
chacota.
- ¡Pero, por Dios!
¿Vals? ¿Un vals? ¿Valses? ¿Dónde estás parado? ¿Qué te propones?
Es verdad. Desde que
la Viena de los valses dejó de ser la Viena de los valses, los valses de Viena
se zambulleron para no emerger en el Danubio azul –que, en todo caso, sólo era
azul para los enamorados-.
Sólo nombrarlos es
sentar patente de “tiguoan” (antiguo), perteneciente a un pasado de saraos y
salones con candelabros y cortinones de moaré; coraceros de uniforme de gala y
caballeros de frac con condecoraciones bailando el vals con damiselas con
largos vestidos de shangtun y zapatos
de baile de tisú de plata.
La orquesta
interpretaba, entre otros, el vals que tocaba siempre que el viejo portero se
paseaba ante la entrada del hotel, cubierto el pecho de medallas.
La escena –a la que
se refiere Raymond Chandler en El largo
adiós-, pertenece a La última risa, o The last laugh, los dos títulos
traducidos al español y al inglés del original, que en alemán es Der retze Mann y corresponde a una
película de Murnau (Friedrich Wilhelm Plumpe) filmada en 1924. La música era de
Giuseppe Becce.
Lehar y Strauss
En casa éramos todos
muy valseros. Cada uno tenía sus preferencias, pero a todos nos gustaba el vals
de la opereta La viuda alegre, de
Franz Lehar, de la que se hicieron varias películas, o por lo menos dos, que yo
recuerde: una con Jeanette MacDonald y Maurice Chevalier y la otra con Lana
Turner y Fernando Lamas, que fue la que menos me gustó a mí, qué vergüenza,
pobre Fernando, con lo amigos que éramos.
Había otros valses,
claro. Todos los de Strauss: El Danubio
Azul, Cuentos de los Bosques de Viena, Vida de artista, Vino, mujeres y canto,
del que yo hice una especie de lema…
El vals de las velas es muy triste, más aún que el de Sibelius; el Vals de las flores, de Cascanueces, de Tchaikovsky; el Vals del minuto”, de Chopin; el Vals de Praga, de Dvorak; Los
patinadores, de Emile Waldteufel.
El vals entró en los
salones europeos, según parece, a partir de 1760. Venía de Viena: del Tirol,
por más señas.
Su popularidad se
extendió porque de lento pasó a rápido. Ahora, ya se sabe, vuelven los lentos.
El vals es una forma
musical que admite cualquier estilo, como por ejemplo la ranchera. El ritmo más
adecuado es el swing. Recordemos el Waltz in swing de Fred y Ginger.
El vals Boston
Rodolfo –nombre que
le va bien al vals-, el fotógrafo de Morocco,
nos decía a los frecuentadores de ese cabaré
de Madrid, el reino de la bella bailarina marroquí Naïma Cherky, que él era un
as bailando el vals Boston, o vals inglés (versión lenta, tempo de 60 a 80). Quizá fuera cierto,
o no; porque en las cabarés suele mentirse.
El vals sentó sus
reales en la América hispano hablante. ¿Quién no tiene un CD con algún
valsecito peruano?
Recordemos ¡Contigo, Perú!, homenaje póstumo a
Arturo “Zambo” Cavero de Augusto Polo Campos y José Antonio, de Isabel “Chabuca” Granda, en tributo al chalán
peruano.
Hay valses mexicanos
preciosos, bordados por Pedro Infante, como Dolores,
Luna de octubre y Corazón, corazón.
El Vals de medianoche es obra del
compositor costarricense José María Chaverri, que también compuso Vals de España.
Se denomina vals
venezolano a la variación, adaptación e interpretación de este género musical a
los estándares musicales y culturales de Venezuela.
Los compositores
venezolanos de valses más conocidos del siglo XIX fueron Manuel Azpúrua, Rafael
Isaza y Rogelio Caraballo.
En pleno siglo XX se
destacó Antonio Lauro, notable compositor de valses para guitarra clásica.
Valses venezolanos célebres
fueron Adiós a Ocumaré, Sombra en los
médanos y Las bellas noches de Maiquetía.
Federico García
Lorca puso un vals en verso: su Pequeño
vals vienés:
Este vals, este vals, este vals,
De sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.
© José Luis Alvarez Fermosel
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