Yo cantaba, de chico. Bueno, es un decir. Digamos,
mejor, que berreaba. Es que quería ser cantante. Cantante lírico, claro, de
ópera.
Así que me pasaba el día berreando por los rincones
del viejo caserón familiar, para desesperación de mis padres, mi hermano y mi
abuela, e incluyamos a las “chachas”, como llamábamos cariñosamente entonces en
España a las actuales empleadas del hogar.
Habría de ser mi abuela, con la sensatez que le
caracterizaba, quien encontrara al menos un atisbo de solución a lo que ya
tenía visos de convertirse en un problema.
- Nena –le dijo a madre-: ¿Por qué no llevas al niño a
un maestro de canto? Que le escuche y que diga si verdaderamente está llamado a
convertirse en un nuevo Caruso, o si no sirve ni siquiera para cantar en el
coro de la parroquia.
Mi madre encontró muy acertada la sugerencia y un día
me vistió con mis mejores galas y me llevó a un maestro de canto que educaba la
voz de los cantantes de zarzuela, de cualquier cantante, bah.
El maestro vivía en un piso imponente en la calle Lope
de Vega, en el llamado barrio de las letras de Madrid.
Nos recibió en un gran salón con cuadros de señoras
gordas muy escotadas y el pelo recogido y caballeros con barba y bigote a la
borgoñona. El mismo maestro tenía una de esas barbas, blanca y muy bien
recortada.
Había bustos de celebridades del canto –pensé yo-
sobre columnas blancas que luego supe que eran de alabastro; muebles antiguos y
hermosos, sillas tapizadas de damasco, o de una tela similar; un gran espejo
oval con marco dorado, sillones de cuero oscuro, que se veía bastante gastado;
una biblioteca que ocupaba toda una pared y libros esparcidos por todas partes.
Por un gran ventanal apenas velado por unos visillos
entraba la cansada luz gris de la tarde que se iba.
Un piano gigantesco
Al fondo había un piano –que me pareció gigantesco-
bajo un gran cuadro con un paisaje de montaña.
Me fijé en todos estos detalles, con curiosidad
infantil.
El maestro había hecho sentar a mi madre en el sillón
más grande, que se adivinaba que era el más cómodo. El permanecía de pie frente
a ella, con una mano apoyada en un bargueño, en una postura casi estatuaria. No
dejaba de tener cierta majestad, alto y corpulento como era.
Llevaba un traje oscuro con chaleco cruzado por una
cadena de oro y gemelos en los puños de la camisa blanca. Para mí, y para la
época era un hombre mayor, de unos sesenta y tantos años, pero bien conservado.
- Usted dirá, señora
-dijo el maestro en un momento dado, dirigiéndose a mi madre-.
- Pues nada, maestro: este niño, que quiere ser
cantante.
Una chispa de interés animó sus ojos, que eran
grandes, claros y un poco prominentes.
Sin decir nada se acercó a mí, me puso delicadamente
una mano en el hombro y me llevó hasta el piano. Se sentó en el taburete, posó
las manos en el teclado y me preguntó:
- ¿Qué quieres cantar?
- Lo de Fiel espada…, del Huésped del
sevillano.
- El maestro empezó a tocar los primeros compases. Yo
me arranqué como un caballo que se desboca.
El maestro dejó de tocar en el acto. Saltó del
taburete y dijo con imperio:
- ¡Cállate inmediatamente, hijo mío!
Y a continuación, volviéndose hacia mi madre:
- ¡Señora, el niño tiene poco pecho y mala voz, pero
desafina!
Ahí terminó mi carrera de cantante, sin haber
empezado.
© José Luis Alvarez Fermosel
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