Graban la cinta, o el disco, o lo que sea –algo que ha
de tener un nombre en inglés- y te lo tiran por teléfono, a cualquier hora del
día o de la noche.
Es publicidad, son encuestas, o mentiras, como que te
has ganado un automóvil a estrenar, o una tableta –no precisamente de
chocolate-, o un viaje a Bariloche, lo cual no es cierto, insistimos: no te has
ganado nada, a no ser la participación en un sorteo, o en una rifa en la que
tus posibilidades de ganar -lo que sea- son remotas a más no poder, porque
tienes que competir con centenares de miles de personas.
Te llaman, te llama orwellianamente la puñetera
máquina y te descarga una andanada de palabras, de las cuales no sueles
entender más que la mitad porque, esa es otra: se habla cada vez peor.
Estoy escribiendo esto a las nueve de la mañana, hora
en que para mí, que me acuesto tardísimo, no puede hacerse otra cosa que
dormir, exactamente lo que no he podido hacer en toda la noche porque el
teléfono no ha dejado de sonar.
Me aconsejan que cuando me vaya a dormir descuelgue,
es decir desconecte los teléfonos –porque llaman por el de tierra y por el
celular-.
Pero uno tiene familia, y amigos que viven como uno al
borde del peligro en un país cada día más inseguro, en el que menudean los
asaltos y los accidentes de todo tipo, que le pueden pasar a cualquiera, a
cualquier hora.
¿Cómo dormir tranquilo, desconectado del mundo, con
las cosas que pasan, que pueden pasarle a una persona de nuestra familia, o de
nuestro entorno y tenga que llamar para darnos la (mala) noticia?
Vivimos sometidos a muchas y muy fuertes presiones por
esto, lo otro y lo de más allá y consiguientemente con los nervios de punta. Lo
único que nos hace falta es no poder dormir de noche.
Ni siquiera puede uno permitirse el desahogo de
reconvenir a quien nos llama a horas intempestivas en cuanto descuelga uno el
teléfono y escucha la oferta, o la petición de datos, nuestros datos, que vaya
uno a saber a donde irán y que se hará con ellos, si los damos.
Un detalle de los distópicos tiempos totalitarios en
que nos debatimos. Porque no es una persona la que nos llama: ¡es una máquina!
© José Luis Alvarez Fermosel
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