¡Qué buen dibujo el que ilustra estas líneas!
Está hecho por un artista del lápiz, cuyo nombre no
conocemos, que acaso no habrá ni siquiera intuído que andando el tiempo, no
demasiado, por cierto, “gadgets” sofisticados iban a reemplazar esa entrañable
máquina de escribir que el buen hombre del dibujo muestra orgullosamente a la
niña –su hija, con toda seguridad-, que apenas se atreve tocar ni con uno de
sus deditos y su padre utiliza para escribir.
La estampa no es tan antigua, está relativamente cerca
en la historia, quizá pertenezca a finales del siglo XIX, como se adivina por
el atuendo del caballero de fina estampa, que diría –cantando- Chabuca Granda y
el de la niña, con ese gran lazo que ajusta la faja que ciñe su cintura, así
como por lo poco que se ve del mobiliario de la estancia: parte de un sillón,
los cuadros ovalados, el gran ventanal con barrotes y la mesa que parece
sostener a duras penas esa rara mezcla de máquina de escribir y mini linotipia.
Se ve que el señor está contento, porque el artefacto
debe ser un último modelo. No hay más que ver su expresión, apenas tamizada por
la compostura que era común en aquellos días y parece subrayar el poblado
bigote oscuro.
La estampa moverá a los menos románticos a pensar:
¡Qué tiempos, qué barbaridad!; ¿cómo podrían arreglarse, y comunicarse?
Pues lo hacían perfectamente. Así escribieron los
libros que escribieron, algunos de los cuales están hoy en nuestras
bibliotecas.
De hecho, la gente de entonces carecía de una
tecnología tan sofisticada como la actual. Tenían la suya, que les servía. Y, desde luego, casi nadie decía mu bien,
veintiún hora o primer vez, como se dice ahora en la radio y la televisión.
© José Luis Alvarez Fermosel
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