Qué cosas tan bonitas se han dicho y se han escrito sobre la lluvia.
“La lluvia preotoñal era un traje para la desnudez de nuestro encuentro”, escribió Francisco Umbral.
Georges Simenon, creador del comisario Maigret –por favor, críticos, comentaristas, articulistas, no le degraden llamándole inspector-, Simenon empieza la tercera parte de su novela “Cécile ha muerto” con este párrafo: “A la mañana siguiente seguía lloviendo; una lluvia suave, triste y resignada como la viudedad. No se la veía caer, no se notaba, sin embargo lo cubría todo de una fría laca y pintaba sobre el Sena miles de pequeños círculos dotados de vida. Aunque eran las nueve de la mañana, parecía que uno fuera a tomar un tren de madrugada, porque el sol no se decidía a salir y las farolas de gas seguían encendidas”. Precioso, ¿no?
Y aquello de Neruda, todo lleno por dentro de sangre dulce: “Tal vez herido voy sin ir sangriento/ por uno de los rayos de tu vida/y a media selva me detiene el agua:/ la lluvia que se cae con sus cielos”.
Uno lee algo similar tendido en una hamaca, semidesnudo, en un jardín, bajo un sol de justicia, y anhela que el cielo se nuble y empiecen a caer gruesas gotas de esa bendita lluvia de verano, tan refrescante, tan oportuna.
Es maravilloso oir cómo repiquetea la lluvia sobre el techo de un “bungalow”, frente al mar, mientra uno hace el amor con una mulata cuarterona que parece salida de un relato de Frank Yerby.
La lluvia cobra un cierto significado poético cuando uno está “blue” y la ve caer oblicuamente por el lado de dentro de un gran ventanal, en “la casa grande del recuerdo, que canta flamenco por las cañerías…”
Pero si uno tiene diez años y está yendo al colegio, en pleno invierno, por una calle sin marquesinas ni toldos, ni siquiera árboles, y llueve a manta, y uno tiene que seguir su camino, y se empapa de pies a cabeza, y el agua se le cuela en la mochila y le emborrona las páginas del cuaderno en las que ha escritó su mejor composición, desde que comenzó el curso, ¡qué despiadada y qué odiosa puede resultar la lluvia!
¿Y cuándo se termina de preparar el bolso de fin de semana para irse de excursión al campo un viernes de verano, soleado y espléndido, y se desencadena una tormenta y no deja de llover hasta el martes?
Es lunes, uno no tiene muchas ganas de levantarse poco después del amanecer e irse a trabajar. Pero no hay más remedio. Así que uno se arregla, se viste con un traje más o menos elegante, recién planchado, y se lanza a la calle.
Llueve. Sopla un viento casi huracanado que da vuelta a los paraguas. No hay un taxi libre en doscientos metros a la redonda. Uno se moja, claro, camino al subte –que no funciona porque está inundado-. Nota que el pantalón se convierte rápidamente en una masa informe y húmeda y el agua se le mete en los zapatos y le moja los pies, porque inevitablemente se pisa un charco, o varios. Pasan raudamente coches, camiones de reparto y autobuses que también entran en los charcos y levantan cortinas de agua fangosa que van a parar a la chorreante y lastimosa humanidad de uno. En esas circunstancias, ¡qué agradable la lluvia!, ¿no es verdad?
Así, en conciencia, no se puede aprovechar el plano real y metaforizar. Es imposible poetizar la realidad.
Hay que esperar, para que no llueva, a tener ochenta años. Me explico. Una vez, “el Madriles,” cochero de uno de los dos mateos que quedaban en Madrid, había ido a recoger al café Gijón a una señora estadounidense para llevarla a la verbena. Se nublaba el cielo azul cobalto de Madrid. Olía ya a tierra húmeda.
--Se va a mojar.
--A las ochenta años ya no llueve.
“La lluvia preotoñal era un traje para la desnudez de nuestro encuentro”, escribió Francisco Umbral.
Georges Simenon, creador del comisario Maigret –por favor, críticos, comentaristas, articulistas, no le degraden llamándole inspector-, Simenon empieza la tercera parte de su novela “Cécile ha muerto” con este párrafo: “A la mañana siguiente seguía lloviendo; una lluvia suave, triste y resignada como la viudedad. No se la veía caer, no se notaba, sin embargo lo cubría todo de una fría laca y pintaba sobre el Sena miles de pequeños círculos dotados de vida. Aunque eran las nueve de la mañana, parecía que uno fuera a tomar un tren de madrugada, porque el sol no se decidía a salir y las farolas de gas seguían encendidas”. Precioso, ¿no?
Y aquello de Neruda, todo lleno por dentro de sangre dulce: “Tal vez herido voy sin ir sangriento/ por uno de los rayos de tu vida/y a media selva me detiene el agua:/ la lluvia que se cae con sus cielos”.
Uno lee algo similar tendido en una hamaca, semidesnudo, en un jardín, bajo un sol de justicia, y anhela que el cielo se nuble y empiecen a caer gruesas gotas de esa bendita lluvia de verano, tan refrescante, tan oportuna.
Es maravilloso oir cómo repiquetea la lluvia sobre el techo de un “bungalow”, frente al mar, mientra uno hace el amor con una mulata cuarterona que parece salida de un relato de Frank Yerby.
La lluvia cobra un cierto significado poético cuando uno está “blue” y la ve caer oblicuamente por el lado de dentro de un gran ventanal, en “la casa grande del recuerdo, que canta flamenco por las cañerías…”
Pero si uno tiene diez años y está yendo al colegio, en pleno invierno, por una calle sin marquesinas ni toldos, ni siquiera árboles, y llueve a manta, y uno tiene que seguir su camino, y se empapa de pies a cabeza, y el agua se le cuela en la mochila y le emborrona las páginas del cuaderno en las que ha escritó su mejor composición, desde que comenzó el curso, ¡qué despiadada y qué odiosa puede resultar la lluvia!
¿Y cuándo se termina de preparar el bolso de fin de semana para irse de excursión al campo un viernes de verano, soleado y espléndido, y se desencadena una tormenta y no deja de llover hasta el martes?
Es lunes, uno no tiene muchas ganas de levantarse poco después del amanecer e irse a trabajar. Pero no hay más remedio. Así que uno se arregla, se viste con un traje más o menos elegante, recién planchado, y se lanza a la calle.
Llueve. Sopla un viento casi huracanado que da vuelta a los paraguas. No hay un taxi libre en doscientos metros a la redonda. Uno se moja, claro, camino al subte –que no funciona porque está inundado-. Nota que el pantalón se convierte rápidamente en una masa informe y húmeda y el agua se le mete en los zapatos y le moja los pies, porque inevitablemente se pisa un charco, o varios. Pasan raudamente coches, camiones de reparto y autobuses que también entran en los charcos y levantan cortinas de agua fangosa que van a parar a la chorreante y lastimosa humanidad de uno. En esas circunstancias, ¡qué agradable la lluvia!, ¿no es verdad?
Así, en conciencia, no se puede aprovechar el plano real y metaforizar. Es imposible poetizar la realidad.
Hay que esperar, para que no llueva, a tener ochenta años. Me explico. Una vez, “el Madriles,” cochero de uno de los dos mateos que quedaban en Madrid, había ido a recoger al café Gijón a una señora estadounidense para llevarla a la verbena. Se nublaba el cielo azul cobalto de Madrid. Olía ya a tierra húmeda.
--Se va a mojar.
--A las ochenta años ya no llueve.
© José Luis Alvarez Fermosel
No hay comentarios:
Publicar un comentario