El café, literario, de tertulianos, al paso, con barra de bar o sin ella, con restaurante y “cave” o sin uno y sin la otra, es un hito en la ciudad, un punto de referencia, un cenáculo, un ágora que no es ágora porque tiene paredes, un espacio acotado pero con puertas, un refugio para el “boulevardier”, el peregrino del asfalto y cualquier ser humano que quiera pasar un rato con amigos, o sólo con sus pensamientos.
Sea uno gregario o individualista, paseante u hombre de apenas salir de su casa, bebedor o no, conversador o no, igualmente hay que pasar en algún momento por el café: un lugar para todos, que no segrega ni selecciona. Un sitio donde uno, por ejemplo, puede hacer recuento de sus tesoros de sed y de esperanza, porque en los cafés no sólo se sirve café, sino también bebidas nobles de cierta graduación alcohólica.
El café ha salvado a mucha gente del aburrimiento y la misantropía y ha servido para hacer catársis, y contarle uno sus cuitas a otro parroquiano, o a su camarero de siempre. Los españoles vamos poco, o nada, al psicoanalista. Tenemos el confesionario y el café.
Todo lo que se necesita para ir al café es decisión de hacer cosa tan sabia y tener el dinero suficiente para pagar una taza del aromático brebaje, o ni siquiera, porque uno puede entrar sin un céntimo, pedir un vaso de agua y quedarse en el café el tiempo suficiente para echar un vistazo y disfrutar de su aroma de café, brandy, pan tostado y canela. Los cafés ya no huelen a humo de tabaco porque ya nadie fuma en ellos, está prohibido.
En algunos viejos cafés hay espejos, pero no conviene que nos miremos en ellos porque siempre devuelven una imagen que no es la nuestra.
Los divanes de los cafés –no se concibe un café sin divanes- están para que se arrullen las parejas a la cernida luz del atardecer. Ya lo explicaba García Guirao en la canción Café de Platerías: “La tarde moría en los espejos, soñaba el amor en los divanes…”.
En los cafés se ha discutido, amado, odiado, hecho negocios, pedido dinero, no recibido dinero, o sí, escrito cartas, corregido pruebas de imprenta, redactado testamentos, obras de teatro, guiones de cine, recetas médicas, versos, alegatos jurídicos...
Todo eso, y mucho más, se ha hecho en los cafés a la luz del día o de noche, bajo la luz mortecina de viejos globos amarillos o lámparas de caireles polvorientos.
Cada día quedan menos cafés, ya lo hemos dicho. Y es una lástima. Porque por ellos pasaba la vida.
Sea uno gregario o individualista, paseante u hombre de apenas salir de su casa, bebedor o no, conversador o no, igualmente hay que pasar en algún momento por el café: un lugar para todos, que no segrega ni selecciona. Un sitio donde uno, por ejemplo, puede hacer recuento de sus tesoros de sed y de esperanza, porque en los cafés no sólo se sirve café, sino también bebidas nobles de cierta graduación alcohólica.
El café ha salvado a mucha gente del aburrimiento y la misantropía y ha servido para hacer catársis, y contarle uno sus cuitas a otro parroquiano, o a su camarero de siempre. Los españoles vamos poco, o nada, al psicoanalista. Tenemos el confesionario y el café.
Todo lo que se necesita para ir al café es decisión de hacer cosa tan sabia y tener el dinero suficiente para pagar una taza del aromático brebaje, o ni siquiera, porque uno puede entrar sin un céntimo, pedir un vaso de agua y quedarse en el café el tiempo suficiente para echar un vistazo y disfrutar de su aroma de café, brandy, pan tostado y canela. Los cafés ya no huelen a humo de tabaco porque ya nadie fuma en ellos, está prohibido.
En algunos viejos cafés hay espejos, pero no conviene que nos miremos en ellos porque siempre devuelven una imagen que no es la nuestra.
Los divanes de los cafés –no se concibe un café sin divanes- están para que se arrullen las parejas a la cernida luz del atardecer. Ya lo explicaba García Guirao en la canción Café de Platerías: “La tarde moría en los espejos, soñaba el amor en los divanes…”.
En los cafés se ha discutido, amado, odiado, hecho negocios, pedido dinero, no recibido dinero, o sí, escrito cartas, corregido pruebas de imprenta, redactado testamentos, obras de teatro, guiones de cine, recetas médicas, versos, alegatos jurídicos...
Todo eso, y mucho más, se ha hecho en los cafés a la luz del día o de noche, bajo la luz mortecina de viejos globos amarillos o lámparas de caireles polvorientos.
Cada día quedan menos cafés, ya lo hemos dicho. Y es una lástima. Porque por ellos pasaba la vida.
El hombre, además de hijo de sus obras, es un poco hijo del café de su tiempo, dijo Josep Pla.
© José Luis Alvarez Fermosel
Notas relacionadas:
“Café con anécdotas”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/12/ancdotas-de-caf.html)
“Aquellos viejos cafés de Buenos Aires…”
“Café con anécdotas”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/12/ancdotas-de-caf.html)
“Aquellos viejos cafés de Buenos Aires…”
2 comentarios:
Querido Caballero, finalmente has reaparecido.
Hermosa nota sobre los cafetines de Buenos Aires.
También en sus mesas hemos escrito poemas que yacen amarillentos en los cuadernos de
nuestra lejana adolescencia, ocultos , pero jamás olvidados; números de teléfonos a los cuales jamás hemos llamado Direcciones de lugares a los que nunca hemos ido. Sueños en papel de servilletas que se deshojaron al compás de la música romántica del ayer.
Ya no hay casi cafés , ni versos , ni demasiados sueños. Sólo la vida que nos urge y nos impele cada vez con mayor velocidad. Y... la felicidad......es un recuerdo agridulce que intentamos revivir cada día para no dejarnos simplemente morir.
Paz y bien.
Susan4
Susan: gracias por tan encantador mensaje. Tienes mucha razón, como siempre y tu comentario tiene un perfecto equilibrio de fondo y forma. Este fin de semana terminaré de escribir sobre los cafés. Cariños.
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