El expreso partió de la gran estación, impulsado por su locomotora Santa Fe, de cuya chimenea salía a borbotones un humo espeso que emborronaba todo, como en una escena de una vieja película: “Shanghai Express”, por ejemplo, con una Marlene Dietrich bellísima. Todavía la pasan por televisión de vez en cuando.
En el lujoso tren viajaban, entre otras personas, una simpática ancianita de pelo blanco y claros ojos azules, que parecía salida de las páginas de una novela de Agatha Christie; un señor alto, esbelto, de rostro anguloso y aire de aristócrata vagabundo. En el dedo anular de la mano izquierda lucía un anillo con una extraña piedra, quizás un ópalo de fuego. Debía ser el espía. Pero, no: el espía era un hombre de aspecto vulgar, calvo y rechoncho, con corbata de lunares, que estaba en el fondo del vagón.
La institutriz, el matrimonio con dos hijos, niño y niña; el corredor de whiskies, réplica de aquel otro, inolvidable, de “La diligencia”, de John Ford.
El tren había salido ya de la estación. Se deslizaba por los rieles, cobrando velocidad. En las curvas acusaba su humilde origen de madera.
Por las ventanillas comenzaron a verse pueblos, la torre de alguna iglesia, caballos, un río blanqueado por la luna, con dos barcas negras cabeceando olor a sauce llorón.
De pronto se precipitó en el vagón, desencajado, don Francisco, el escribano, que acababa de dar fe del siguiente acontecimiento estremecedor.
Dos hombres un tanto raros viajaban sentados uno frente al otro. De pronto, se les desorbitaron los ojos a los dos. Uno debía pensar, mirando al otro: “Este hombre está loco”. El otro tenía aspecto de estar diciéndose a sí mismo: “Este hombre está más loco que una cabra”.
De pronto, uno le preguntó al otro a voz en cuello:
-¿Qué hora es?
El otro, excitadísimo, sacó un reloj del bolsillo, lo miró con ojos desorbitados y gritó:
-¡Jueves!
- ¡Me pasé de estación! –exclamó el primero- Y se arrojó por la ventanilla.
© José Luis Alvarez Fermosel
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