Ya le pegan las mujeres a sus febles maridos posmodernos.
En Francia están registrados oficialmente, federados, podríamos decir, 41000 hombres a quienes sus mujeres dan de hostias libre, liberal, contundente y frecuentemente. En España hay más de 50000.
Un centro de atención para personas maltratadas recientemente abierto en Amsterdam planea incluir hombres apaleados por sus esposas, que son muchos.
Hombres golpeados, jaqueados, humillados, rebajados, convertidos moralmente en guiñapos caminan a diario por la ciudad, usan los transportes públicos, conducen sus coches, van a trabajar, toman café con sus amigos, hacen asados los domingos, ven el fútbol por la televisión: en una palabra, llevan una vida aparentemente normal. Pues bien, sus esposas les pegan.
La procesión va por dentro
La procesión irá por dentro, como suele decirse, y esos pobres hombres llevarán su drama hogareño en el alma como Dios les dé a entender. Uno se figura, cuando los ve con un ojo en compota o un labio partido, que incluso sin que nadie les pregunte nada dirán que se pelearon en la calle, o en un bar, con alguien que le faltó al respeto a su esposa, o que los asaltaron y los golpearon. ¡Claro, no van a confesar que fue ella, precisamente, quien los molió a golpes!
Además, ya ningún energúmeno –como un servidor- se lía a puñetazos en la calle o en las tabernas para defender a su mujer, a otra cualquiera, o por un quítame allá esas pajas; eso es cosa de un pasado en el que todavía existía una épica de al menos para andar por casa, o por la taberna, como quien dice.
Me dirán –con razón- que hay muchas más mujeres golpeadas por sus maridos que hombres golpeados por sus mujeres. Parece que sí, según las estadísticas. Lo ideal sería que nadie pegara a nadie, y menos los maridos a sus esposas y éstas a sus maridos.
Una sociedad desquiciada
Pero vivimos, es decir, nos debatimos en una sociedad desquiciada en la que lo más extraño, lo más incoherente, lo más inconcebible, lo más aberrante es cosa de todos los días, como exhibir excremento humano en una lata de sardinas en una exposición de pintura, por poner sólo un ejemplo.
Antes, siempre, hubo violencia en los hogares, pero no tanta y tan feroz como ahora: no hasta el extremo de rociar a una mujer con alcohol y prenderla fuego, como pasó hace algún tiempo en Buenos Aires.
Otra cosa que no se entiende es cómo un hombre puede dejarse pegar -en el sentido más literal- por una mujer. Bastaría, al menos para evitar la segunda bofetada, porque la primera se atiza con la velocidad del rayo y no hay quien la pare, levantar los brazos como quien se pone en guardia y elevarlos hasta las sienes, o aferrar la mano de la mujer que nos va a pegar.
No hay que ser ningún coloso, ni cinta negra de un arte marcial para esquivar el bofetón de una mujer. ¡Hombre, cualquiera puede comerse un tortazo, pero dejarse apalear un día tras otro sin hacer nada me parece cosa de idiotas, masoquistas o de hombres sin una pizca de carácter ni de fuerza física!
El caso es que ya nos dejamos sopapear regularmente por nuestras queridas medias naranjas.
Lo que es peor, alguno de nosotros tiene que ir a parar a un refugio para maridos golpeados.
¡Qué machos somos los hombres del posmodernismo!
© José Luis Alvarez Fermosel
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