Todos los años, el
28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes, se gastaban bromas que se
llamaban inocentadas.
Hasta los diarios
publicaban en sus primeras planas noticias disparatadas, o que no correspondían
a la realidad, que se desmentían el día siguiente.
Los chicos les
pedíamos dinero a nuestros padres para pagar algo que no habíamos comprado a
cuenta en el quiosco, o para contribuir a una inexistente colecta supuestamente
organizada en el colegio para hacerle un regalo a “Chapete”, como llamábamos
cariñosamente a nuestro profesor de Física, Química y Ciencias Naturales –el
mejor docente seglar que tenían los Maristas-.
Nuestro padre, o
nuestra madre, que ya sabían de qué venía la mano, nos daban el dinero
haciéndose los tontos y nosotros lo embolsábamos rápidamente, diciendo: “¡Que
los Santos Inocentes os lo devuelvan!”.
Se gastaban otras
bromas de otra índole, no sólo entre chicos; casi ninguna era pesada. La
costumbre está en vías de extinción, como los bisontes que tanto preocupaban al
conde de Keyserling.
Lo que sigue vigente
en estos días previos al primero de enero es tirar papelitos blancos a la calle
por las ventanas de las oficinas. El suelo se cubre de una burocrática nevada
de garabatillo, para disgusto de los barrenderos de la Municipalidad, que tienen
que trabajar de lo lindo para despejar las calles (rotas, “of course”) del
radio céntrico.
Esa tarea no es tan
fácil como parece, porque muchos de esos papeles que corresponden a hojas
arrancadas del almanaque del año que fenece, páginas de balances que ya no sirven
o de contratos caducos y otro material oficinesco se encajan en las grietas de
las veredas rotas y cuesta bastante sacarlos.
Diríase que se trata
de un hábito urbano que aligera la conciencia, o una confesión laica al asfalto
plomizo, recalentado en estos días de calor ardiente del verano porteño, en la
seguridad de que nadie nos va a imponer una penitencia.
Este trámite podría
ser también una forma de certificar que está a punto de irse un año y que las
malas partidas que nos jugó se van por la posta, es decir, por la ventana y
caen sobre cornisas y techos de automóviles estacionados, se prenden en
marquesinas o se sumergen en los charcos formados en los baches por las lluvias,
convirtiéndose en este último caso en papel mojado.
Nostalgia de una
nevada que no cayó y se sabe que nunca caerá por estas fechas en el hemisferio
sur.
Aunque tal como está
el tiempo, nunca se sabe.
© José Luis Alvarez Fermosel
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