martes, 11 de diciembre de 2012

Pifo Rebolledo desmitificador



Pifo Rebolledo iba por la calle Eloy Gonzalo de Madrid tarareando entre dientes, como con rabia, eso de “Pistolín, Pistolín se quería casar y quería vivir a la orilla del mar…”.
Lucía con desgaire su consabido “blazer” azul marino, al que le faltaba un botón dorado, pantalón color garbanzo y sus no menos características botas color guinda, si no brillantes como espejos, al menos poco o nada polvorientas, no como los zapatos de algunos marqueses españoles, que no se los lustran, parece mentira.
Pifo Rebolledo, categorizado como condestable por comandar un ejército de escritores fracasados -como él mismo- fue en realidad una creación, por llamarla de alguna manera, de José María Garcia Campos cuando éste cursaba tercer año de Derecho y a la vez escribía, con buena mano, o buena pluma.
García Campos fundó la Sociedad de Escritores Noveles, en la que se anotó inmediatamente Epifanio Rebolledo –a quien todavía no se llamaba Pifo-, que escribía con mala mano, o mala pluma.
Rebolledo era hombre de convicciones firmes; más aún: era terco, tenía la cabeza muy dura, lo cual le llevaba ocasionalmente a la inflexibilidad. Se creía llamado a hacer –y escribir- grandes cosas, pero metía la pata con mucha frecuencia, lo cual iba trazando cada vez más nítidamente su perfil de perdedor.

Escribiente

El condestable se ganaba la vida, mal que bien, como escribiente, ya que no como escritor, ni siquiera escribidor como Vargas Llosa en aquella novela de la tía Julia y él (1). Era un ”rond-de-cuir” del Ayuntamiento.
Algunos amigos pudientes, frecuentadores de las cafeterías del aristocrático barrio de Salamanca, le pagaban las copas y otros le prestaban pequeñas sumas de dinero a fondo perdido, o le regalaban –los que tenían su mismo físico- trajes cortados por buenos sastres que sus propietarios habían desechado por considerarlos pasados de moda.
Todos los empresarios de teatro de Madrid le habían rechazado últimamente una comedia que él consideraba muy vanguardista y, desde luego, mucho mejor que cualquiera de las que estaban en cartel en ese momento.
Así que Pifo Rebolledo no estaba precisamente de buen humor esa tarde de la primavera madrileña recien comenzada, que parecía que iba a ser esplenderosa.

La maceta

La maceta cayó en vertical desde el balcón de un cuarto piso, siguiendo fielmente la ley de la gravedad, y se estrelló con un ruido sordo en la cabeza de Pifo, donde se partió en dos. La maceta era más bien grande que pequeña. Una parte, con su carga de tierra y geránios, se desplazó a la derecha y cayó sobre la acera, disgregándose en múltiples fragmentos. Lo mismo pasó, a la izquierda, con la otra parte del tiesto.
El condestable Rebolledo se tambaleó, pero no perdió pie. Una señora que iba a su lado lanzó un grito y unos chicos que correteaban detrás se detuvieron en el acto, espantados.
Pifo Rebolledo, incólume, más aún, hierático, se echó las manos a la cabeza, en este caso con toda justificación. La tenía llena de tierra y un geránio se le había quedado detrás de la oreja derecha, imprimiéndole un aire agitanado o de macarra que baila en una taberna, con muchas copas de fino en el cuerpo, y quiere hacer una gracia.

Un chichón

Una pequeña prominencia de las que se conocen vulgarmente con el nombre de chichones empezaba a desarrollarse en la testa del condestable.
¡Un chichón, sólo un chichón! Y la caída, junto con la maceta, del tópico, del dicho tan repetido según el cual “sales un día de tu casa, tan tranquilo, y a las primeras de cambio te cae una maceta de un tercer piso en la cabeza, te la abre como si fuera un melón y te manda al otro barrio”.
Pifo Rebolledo pasó el trance como si nada. Después de sacudirse la tierra de la cabeza y tirar la flor, se encaminó con paso firme al bar “El brillante”, cerca ya de la glorieta de Quevedo -¡el gran escritor, qué coincidencia!-, donde nada más llegar se acodó en la barra y atendido por Paco, el camarero más popular, se comió un bocadillo de calamares fritos y se bebió tres cervezas.
¡Y pensar que Pirro, rey del Epiro, vencedor de los romanos, murió al ser alcanzado por una pequeña teja que le tiró una anciana desde el tejado de una casa de un solo piso…!

(1) El título de la novela es “La tía Julia y el escribidor”

© José Luis Alvarez Fermosel

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