“... Leer,
leer, leer, vivir la vida
Leer, leer,
leer, vivir la vida
que otros
soñaron...”
(Miguel de Unamuno)
Los
libros son los primeros amigos que le ofrecen a uno su amistad de la mano del
padre, la madre o alguno de los abuelos, después de haberlos retirado morosa y
amorosamente de la biblioteca donde están –los nuevos- como vestidos de gala:
relucen sus portadas coloridas con el intenso brillo del papel satinado.
Nos
recuerdan caballeros de frac de tiempos pretéritos, bailando el vals con bellas
damas ataviadas con largos vestidos blancos. Música de Weber, risas, tintineo
de copas de cristal de Bohemia, abanicos y suspiros.
O
tiempos posmodernos. Computadoras, correo electrónico, blogs, teléfonos móviles... Ser cool
o no ser cool: ¡ésta es la
(nueva) cuestión! Photoshop, música
metálica, galaxias en televisión...
No faltan, por suerte, libros viejos en entrañables
librerías de lance, en calles de barrio. ¿Encontraremos en alguna de ellas un
incunable el día menos pensado? ¡Jamás! Pero tal vez sí una vieja historia de
Inglaterra, o una edición del Quijote ilustrada por Gustavo Doré.
Esos
amigos, los libros que leímos por primera vez, nos hicieron conocer a otros y
esos a otros. En la lectura de todos ellos nos refugiamos cuando nos dejó una
novia o nos traicionó un amigo.
Los
libros son fieles –el único traidor suele ser el traductor...-. Iluminados por
su luz y entibiados por su afecto nos instalamos en regiones etéreas donde no
hay maldad, sino verdes ríos que discurren por valles silenciosos, animales
adorables como el burrito Platero, o
inquietantes como el
gato de Alicia en
el país de
las maravillas; detectives de
lupa y cachimba y caballeros de la mesa redonda.
Luego llegó la computación
Luego
llegó la computación. Muchos pensaron que a partir de ese momento ya no se iba
a leer, o se iba a leer muy poco. Pero de la misma manera que el cine no
sustituyó al teatro, ni la televisión desplazó a la radio, no creo yo que haya
razón para pensar que la Internet vaya a reducir o limitar la lectura, tanto
más cuanto que hay libros online; y
entre ellos diccionarios y enciclopedias. Si no se lee, no es por culpa de la
tecnología de las comunicaciones.
Me atrevo a recomendar, en el Día del Libro, el trato
de nuestros amigos los libros que se refieren directamente a la alegría de
vivir –lo único que nadie nos puede quitar en esta vida si nos empeñamos en
conservarlo a ultranza-.
(Es posible que tomemos un día un libro y al
abrirlo nos encontremos una flor azul desecada -apretada entre las páginas-,
que nos plantea un misterio romántico: ¿algún pretendiente, como se decía
entonces, se la regaló a nuestra abuela al comienzo de un idilio y el idilio no
llegó a prosperar? ¿O nuestra abuela tomó la flor del
búcaro donde la puso, cuando ya
estaba casi marchita,
y la puso como un señalador entre
las hojas del libro que leía –de tapas de cuero de Rusia color vino de
Burdeos-, y allí quedó olvidada, mudo testigo de sabe Dios qué?)
Las hazañas de los personajes de los libros nos
marcaron a fuego en nuestra niñez tranquila, cuando leíamos a todas horas,
incluso de noche, en la cama, levantando las rodillas y haciendo una carpa con
las sábanas, alumbrándonos con una linterna de bolsillo.
Reconocemos que somos noveleros, que nos gusta la
aventura. Dice al respecto el pensador y escritor español Fernando Savater:
“(...) la aventura no aumenta ni disminuye, no crece ni
decrece, no se crea ni se destruye como la materia de la que formamos parte, ya
que se trata de un estado de ánimo”.
Hoy
en día, los libros y la lectura no tienen mucho predicamento, reconozcámoslo.
Antes teníamos una gran sed de saber; leíamos todos los libros que caían en
nuestras manos; leíamos de un modo desordenado y febril, con enorme avidez. La
lectura nos proporcionó cultura, que es lo que nos queda después de olvidarnos
de todo lo que aprendimos en el colegio.
Nuestros
amigos los libros nos llevaron también a aprender otras lenguas. Carlos I de
España y V de Alemania dijo que poseer otro idioma era como tener otra alma.
El
gran ensayista argentino Alberto Manguel dice en el final de uno de sus ensayos
de En el bosque del espejo –recuerda
María Malusardi en el número 52 de la revista El Arca-: “En medio de la incertidumbre y de muchas clases de
miedo, amenazados por la pérdida, el cambio y los dolores interno y externo,
para los que no hay lenitivo, los lectores saben que al menos hay, aquí y allí,
unos pocos lugares seguros, reales como el papel y vigorizantes como la tinta,
que nos conceden albergue durante nuestro paso por el oscuro bosque sin
nombre”.
©
José Luis Alvarez Fermosel
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