martes, 23 de abril de 2013

Vestidos de gala en su día



“... Leer, leer, leer, vivir la vida
Leer, leer, leer, vivir la vida
que otros soñaron...”
(Miguel de Unamuno)

Los libros son los primeros amigos que le ofrecen a uno su amistad de la mano del padre, la madre o alguno de los abuelos, después de haberlos retirado morosa y amorosamente de la biblioteca donde están –los nuevos- como vestidos de gala: relucen sus portadas coloridas con el intenso brillo del papel satinado.
Nos recuerdan caballeros de frac de tiempos pretéritos, bailando el vals con bellas damas ataviadas con largos vestidos blancos. Música de Weber, risas, tintineo de copas de cristal de Bohemia, abanicos y suspiros.
O tiempos posmodernos. Computadoras, correo electrónico, blogs, teléfonos móviles... Ser cool o no ser cool: ¡ésta es la (nueva) cuestión! Photoshop, música metálica, galaxias en televisión...
No faltan, por suerte, libros viejos en entrañables librerías de lance, en calles de barrio. ¿Encontraremos en alguna de ellas un incunable el día menos pensado? ¡Jamás! Pero tal vez sí una vieja historia de Inglaterra, o una edición del Quijote ilustrada por Gustavo Doré. 
Esos amigos, los libros que leímos por primera vez, nos hicieron conocer a otros y esos a otros. En la lectura de todos ellos nos refugiamos cuando nos dejó una novia o nos traicionó un amigo.
Los libros son fieles –el único traidor suele ser el traductor...-. Iluminados por su luz y entibiados por su afecto nos instalamos en regiones etéreas donde no hay maldad, sino verdes ríos que discurren por valles silenciosos, animales adorables como el burrito Platero,  o   inquietantes    como   el   gato  de  Alicia  en  el  país  de  las  maravillas; detectives de lupa y cachimba y caballeros de la mesa redonda.

Luego llegó la computación

Luego llegó la computación. Muchos pensaron que a partir de ese momento ya no se iba a leer, o se iba a leer muy poco. Pero de la misma manera que el cine no sustituyó al teatro, ni la televisión desplazó a la radio, no creo yo que haya razón para pensar que la Internet vaya a reducir o limitar la lectura, tanto más cuanto que hay libros online; y entre ellos diccionarios y enciclopedias. Si no se lee, no es por culpa de la tecnología de las comunicaciones.
Me atrevo a recomendar, en el Día del Libro, el trato de nuestros amigos los libros que se refieren directamente a la alegría de vivir –lo único que nadie nos puede quitar en esta vida si nos empeñamos en conservarlo a ultranza-.
(Es posible que tomemos un día un libro y al abrirlo nos encontremos una flor azul desecada -apretada entre las páginas-, que nos plantea un misterio romántico: ¿algún pretendiente, como se decía entonces, se la regaló a nuestra abuela al comienzo de un idilio y el idilio no llegó a prosperar? ¿O nuestra abuela tomó la flor  del  búcaro  donde la puso, cuando ya  estaba  casi  marchita,  y la puso como un señalador entre  las hojas del libro que leía –de tapas de cuero de Rusia color vino de Burdeos-, y allí quedó olvidada, mudo testigo de sabe Dios qué?)
Las hazañas de los personajes de los libros nos marcaron a fuego en nuestra niñez tranquila, cuando leíamos a todas horas, incluso de noche, en la cama, levantando las rodillas y haciendo una carpa con las sábanas, alumbrándonos con una linterna de bolsillo.
Reconocemos que somos noveleros, que nos gusta la aventura. Dice al respecto el pensador y escritor español Fernando Savater: “(...) la aventura no aumenta ni disminuye, no crece ni decrece, no se crea ni se destruye como la materia de la que formamos parte, ya que se trata de un estado de ánimo”.
Hoy en día, los libros y la lectura no tienen mucho predicamento, reconozcámoslo. Antes teníamos una gran sed de saber; leíamos todos los libros que caían en nuestras manos; leíamos de un modo desordenado y febril, con enorme avidez. La lectura nos proporcionó cultura, que es lo que nos queda después de olvidarnos de todo lo que aprendimos en el colegio.
Nuestros amigos los libros nos llevaron también a aprender otras lenguas. Carlos I de España y V de Alemania dijo que poseer otro idioma era como tener otra alma.
El gran ensayista argentino Alberto Manguel dice en el final de uno de sus ensayos de En el bosque del espejo –recuerda María Malusardi en el número 52 de la revista El Arca-: “En medio de la incertidumbre y de muchas clases de miedo, amenazados por la pérdida, el cambio y los dolores interno y externo, para los que no hay lenitivo, los lectores saben que al menos hay, aquí y allí, unos pocos lugares seguros, reales como el papel y vigorizantes como la tinta, que nos conceden albergue durante nuestro paso por el oscuro bosque sin nombre”.

© José Luis Alvarez Fermosel 

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