Todo el mundo se acuerda, seguramente, del cuento de la camisa del hombre feliz de León Tolstoi, en el que un zar agoniza en Rusia y un augur de la corte vaticina que el soberano sólo podrá salvarse si se pone la camisa de un hombre feliz. Una comisión encabezada por el hijo del zar se echa a los caminos a buscar al hombre feliz con camisa, pero no lo encuentra. Cuando al fin lo halla, el hombre feliz no tiene camisa.
Uno, sin ir más lejos, se compró el otro día una camisa. Qué cosa más sencilla, ¿no? Uno se va a una camisería, elige una camisa que le guste y esté bien de precio, la paga y se va con ella a su casa.
Una vez allí, uno entra en su dormitorio, donde tiene un espejo grande, y se dispone a probarse su camisa nueva.
La camisa viene envuelta en papel de seda y dentro de una bolsa de plástico bastante dura. Uno intenta abrir la bolsa, pero no puede, así que tiene que irse al escritorio y conseguir algo para cortarla –una tijera es lo más apropiado-.
Camisa en mano, como quien dice, uno descubre que desplegarla para ponérserla no es tan fácil como parece, porque está muy bien plegada y, además, prendida por todas partes con alfileres.
La camisa tiene una especie de peto, por así llamarlo, de cartón adosado a la espalda, un refuerzo de plástico y otro de cartón, ambos dentro del cuello.
Hay otro cartón más en la parte delantera del cuello y tres etiquetas: una que pende de un botón mediante un hilo que no se puede romper -hay que cortarlo-, otra dentro y una tercera, en forma de libro, fuertemente adherida a uno de los faldones con un pegamento de contacto, o algo así, que tiene dentro un papelito en el que está impreso el siguiente texto: “Esta prenda ha sido creada siguiendo los últimos diseños de la moda, con la tecnología más avanzada para brindar una pieza única de estilo y calidad”. ¡Qué bonito!
Uno se hace un poco de lío con todo lo que trae la camisa y tira por aquí, y tira por allí y empiezan a saltar alfileres por todas partes. (Una vez recogidos los que se cayeron al suelo, uno contó una docena).
La camisa, por cierto, tiene dieciséis botones más dos de repuesto. ¡Cómo para ponérsela, o sacársela de prisa y corriendo!
Uno puede probarse por fin la camisa. ¡Es estrecha, no es de su talla! ¡Pero si uno le dijo al vendedor su número de cuello!
Hay que cambiarla. Uno, con el torso desnudo y su nueva camisa que no le va en una mano, mientras se chupa un dedo de la otra que le sangra porque se ha pinchado con uno de los doce alfileres, piensa que el mujik feliz del cuento de Tolstoi lo era, entre otras muchas cosas más importantes, también porque no tenía que pasar por la parafernalia camisera. Claro que en aquella época no debía ser tan difícil ponerse una camisa.
De cualquier manera, uno no tiene ganas de ponerse cualquier cosa encima, armar la camisa nueva para que quede más o menos como venía en su bolsa y volver a salir, pero saca fuerzas de flaqueza, hace todo eso y vuelve a la camisería que, por suerte, está cerca de su casa.
Cuando llega, la camisería ha cerrado. Como es viernes, uno tendrá que aguardar hasta el lunes para cambiarla. De modo que si uno se había hecho a la idea de estrenarla el fin de semana, tendrá que desechar la idea en cuestión y esperar.
Una última reflexión: es el hombre quien debe adaptarse a los objetos, en contra de lo ergonómico, y no al revés.
Uno, sin ir más lejos, se compró el otro día una camisa. Qué cosa más sencilla, ¿no? Uno se va a una camisería, elige una camisa que le guste y esté bien de precio, la paga y se va con ella a su casa.
Una vez allí, uno entra en su dormitorio, donde tiene un espejo grande, y se dispone a probarse su camisa nueva.
La camisa viene envuelta en papel de seda y dentro de una bolsa de plástico bastante dura. Uno intenta abrir la bolsa, pero no puede, así que tiene que irse al escritorio y conseguir algo para cortarla –una tijera es lo más apropiado-.
Camisa en mano, como quien dice, uno descubre que desplegarla para ponérserla no es tan fácil como parece, porque está muy bien plegada y, además, prendida por todas partes con alfileres.
La camisa tiene una especie de peto, por así llamarlo, de cartón adosado a la espalda, un refuerzo de plástico y otro de cartón, ambos dentro del cuello.
Hay otro cartón más en la parte delantera del cuello y tres etiquetas: una que pende de un botón mediante un hilo que no se puede romper -hay que cortarlo-, otra dentro y una tercera, en forma de libro, fuertemente adherida a uno de los faldones con un pegamento de contacto, o algo así, que tiene dentro un papelito en el que está impreso el siguiente texto: “Esta prenda ha sido creada siguiendo los últimos diseños de la moda, con la tecnología más avanzada para brindar una pieza única de estilo y calidad”. ¡Qué bonito!
Uno se hace un poco de lío con todo lo que trae la camisa y tira por aquí, y tira por allí y empiezan a saltar alfileres por todas partes. (Una vez recogidos los que se cayeron al suelo, uno contó una docena).
La camisa, por cierto, tiene dieciséis botones más dos de repuesto. ¡Cómo para ponérsela, o sacársela de prisa y corriendo!
Uno puede probarse por fin la camisa. ¡Es estrecha, no es de su talla! ¡Pero si uno le dijo al vendedor su número de cuello!
Hay que cambiarla. Uno, con el torso desnudo y su nueva camisa que no le va en una mano, mientras se chupa un dedo de la otra que le sangra porque se ha pinchado con uno de los doce alfileres, piensa que el mujik feliz del cuento de Tolstoi lo era, entre otras muchas cosas más importantes, también porque no tenía que pasar por la parafernalia camisera. Claro que en aquella época no debía ser tan difícil ponerse una camisa.
De cualquier manera, uno no tiene ganas de ponerse cualquier cosa encima, armar la camisa nueva para que quede más o menos como venía en su bolsa y volver a salir, pero saca fuerzas de flaqueza, hace todo eso y vuelve a la camisería que, por suerte, está cerca de su casa.
Cuando llega, la camisería ha cerrado. Como es viernes, uno tendrá que aguardar hasta el lunes para cambiarla. De modo que si uno se había hecho a la idea de estrenarla el fin de semana, tendrá que desechar la idea en cuestión y esperar.
Una última reflexión: es el hombre quien debe adaptarse a los objetos, en contra de lo ergonómico, y no al revés.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
¡por fin! tenía que ser el Caballero Español quien repare en lo virtuoso que uno tiene que ser para abrir una camisa nueva. ¡gracias, José Luis! no me siento tan sólo ahora. Rodolfo.
Rodolfo: ¡menos mal, no estamos solos! Eso sí: como sigan armando las camisas del mismo modo que ahora, terminaremos sin camisa como el hombre feliz de Tolstoy. Un abrazo.
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