Uno trabaja en una radio: va todos los días a Radio 10 a participar en el programa que lleva el nombre de su conductor: Rolando Hanglin. El me llevó por primera vez a otro programa de otra radio, hace muchos años. Uno, también gracias a él, se convirtió en un “animal de radio”, que diría Lalo Mir.
Jamás pensó uno que culminaría su carrera periodística en un programa de radio conducido por uno de los pesos pesados de los medios audiovisuales. Ni soñó que como las figuras de la radio española que admiraba tanto, uno también se haría popular, los taxistas lo reconocerían y la gente le pediría autógrafos por la calle.
Nadie que no sea español y de cierta edad puede imaginarse lo que fue la radio para los españoles cuando eramos… “pobretes pero alegretes”, que dijo Vázquez Montalbán.
La radio nos enseño, nos educó, nos entretuvo; y nos informó del advenimiento de la II República, la victoria de Franco, su muerte, la entronización de Juan Carlos I de Borbón como rey de España y el fracaso del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, entre otros acontecimientos importantes.
La revista de los domingos del diario El País de Madrid recordó hace algún tiempo la historia de la radio española desde sus comienzos. El dominical se refería a los aparatos Iberia –aquellos inolvidables receptores en forma de capilla- y a Radio Ibérica, “(…) que inició las primeras emisiones de forma experimental con actuaciones en directo de grupos flamencos e insufribles peroratas de tribunos de la patria”.
La señal se captaba en Madrid –de donde se emitía-, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Bilbao, San Sebastián, Sevilla… También se podía escuchar en Francia e Inglaterra.
La radio española comenzó a levantar vuelo cuando la compraron los norteamericanos, quienes enviaron a Roberto Kieve, un profesional muy competente que en su programa “Tu carrera en la radio” formó un brillante plantel de locutores, actores, guionistas, productores y técnicos entre los que sobresalieron los libretistas Luisa Alberca y Guillermo Sautier Casaseca, la montadora musical Remedios de la Peña, los locutores Antonio Calderón, Julita Calleja, José Hernández Franch, José Luis Pécker y una compañía de actores en la que se destacaron Maribel Alonso, Pedro Pablo Ayuso, Julio Varela, Matilde Conesa, Eduardo Lacueva, Matilde Vilariño, Juana Ginzo, Teófilo Martínez, Eduardo Ruíz de Velasco, Manolo Bermúdez…
Lejos en el tiempo, y siempre en el recuerdo, están aquellos radioteatros que en España se llamaban seriales y eran en principio muy folletinescos -“Eva Lavaliere”, “La sangre es roja”, “Genoveva de Brabante”- y las adaptaciones de obras de escritores consagrados y de otros que empezaban, como Juan Luis Calleja, que firmaba sus novelas con el seudónimo de John Louis Cromwell: “Serás hombre”, “El Conde de Montecristo”, “Los peregrinos de Baälbek”, “El círculo rojo”…
Ruíz de Velasco y Manolo Bermúdez –siempre en la radio- crearon un dúo, “Pototo” y “Boliche”, que divirtió durante muchos años a los niños españoles.
Luis Sánchez Polack y Joaquín Portillo –éste último, cantante de zarzuela-eran “Tip” y “Top” y hacían un humor surrealista, a lo Miura. Sánchez Polack formó luego otro dúo con José Luis Coll: “Tip” y Coll.
Nuestros hermanos del otro lado del mar tuvieron una gran importancia en el desarrollo y perfeccionamiento de la radio española. Uno de los primeros locutores latinoamericanos fue el argentino Iván Caseros.
Años después llegaría Pepe Iglesias, “El Zorro”, que tuvo un éxito espectacular. Todo el mundo, en el metro, el trolebús, la calle, las oficinas –cuando el jefe se iba al bar- tarareaba sus canciones y repetía sus dicharachos. El uruguayo Juan Carlos Mareco, “Pinocho”, tomó su antorcha y la mantuvo durante mucho tiempo encendida y en alto.
El “disc jockey” número uno era el chileno Raúl Matas. El cantante argentino Carlos Acuña personalizó a Carlos Gardel interpretando sus tangos en una serie sobre el inmortal “Morocho del Abasto” que escribió José Mallorquí.
Otro argentino, apellidado Vázquez Vigo, llegó a Madrid con una maleta abarrotada de manuscritos de folletines, que muy pronto salieron al aire.
Pero el gran arquitecto de la radiodifusión española –como se le ha denominado con toda justicia- fue Bobby Deglané, que merece capítulo aparte.
De padre francés y madre chilena de origen andaluz, nacido en Iquique (Chile), hombre inquieto, vital y aventurero, estudió periodismo en Estados Unidos, fue boxeador, promotor y narrador de peleas de lucha libre y fundador de revistas deportivas. Pero por encima de todo fue él también un “animal de radio” que dejó su sello personalísimo e imborrable en la radiofonía ibérica, a la que llevó los programas cara al público y otros con características monumentales, como “Cabalgata fin de semana” y “Carrusel Deportivo”.
El querido e inolvidable “Bobby”, achaparrado, moreno, extraordinariamente simpático, que animaba vestido de esmóquin sus programas con público, practicó en España el toreo de vaquillas y el rejoneo y se hizo querer por una audiencia multitudinaria y leal que lo aclamó y lo encumbró como pocas veces ha hecho con un comunicador. Una calle de Sevilla lleva su nombre.
(“Configuró un estilo popular que contrastaba con el lenguaje reposado, político, cultural y de tertulia prevalenciente entre los adinerados propietarios de receptores de radio y el alto nivel cultural de los lectores de prensa de la época”, se dice textualmente en un acertado perfil de Bobby Deglané que firma Jesús Castañón Rodríguez.)
Deglané no fue sólo un brillante animador de radio y un innovador, sino un icono, como se dice ahora, un símbolo, un hito no ya de la historia de la radiodifusión española, sino de la propia vida de España en una época en la que ya se avizoraban la libertad, el desarrollo y el progreso y descollaban profesionales de primera línea, sobre todo en los medios informativos.
Jamás pensó uno que culminaría su carrera periodística en un programa de radio conducido por uno de los pesos pesados de los medios audiovisuales. Ni soñó que como las figuras de la radio española que admiraba tanto, uno también se haría popular, los taxistas lo reconocerían y la gente le pediría autógrafos por la calle.
Nadie que no sea español y de cierta edad puede imaginarse lo que fue la radio para los españoles cuando eramos… “pobretes pero alegretes”, que dijo Vázquez Montalbán.
La radio nos enseño, nos educó, nos entretuvo; y nos informó del advenimiento de la II República, la victoria de Franco, su muerte, la entronización de Juan Carlos I de Borbón como rey de España y el fracaso del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, entre otros acontecimientos importantes.
La revista de los domingos del diario El País de Madrid recordó hace algún tiempo la historia de la radio española desde sus comienzos. El dominical se refería a los aparatos Iberia –aquellos inolvidables receptores en forma de capilla- y a Radio Ibérica, “(…) que inició las primeras emisiones de forma experimental con actuaciones en directo de grupos flamencos e insufribles peroratas de tribunos de la patria”.
La señal se captaba en Madrid –de donde se emitía-, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Bilbao, San Sebastián, Sevilla… También se podía escuchar en Francia e Inglaterra.
La radio española comenzó a levantar vuelo cuando la compraron los norteamericanos, quienes enviaron a Roberto Kieve, un profesional muy competente que en su programa “Tu carrera en la radio” formó un brillante plantel de locutores, actores, guionistas, productores y técnicos entre los que sobresalieron los libretistas Luisa Alberca y Guillermo Sautier Casaseca, la montadora musical Remedios de la Peña, los locutores Antonio Calderón, Julita Calleja, José Hernández Franch, José Luis Pécker y una compañía de actores en la que se destacaron Maribel Alonso, Pedro Pablo Ayuso, Julio Varela, Matilde Conesa, Eduardo Lacueva, Matilde Vilariño, Juana Ginzo, Teófilo Martínez, Eduardo Ruíz de Velasco, Manolo Bermúdez…
Lejos en el tiempo, y siempre en el recuerdo, están aquellos radioteatros que en España se llamaban seriales y eran en principio muy folletinescos -“Eva Lavaliere”, “La sangre es roja”, “Genoveva de Brabante”- y las adaptaciones de obras de escritores consagrados y de otros que empezaban, como Juan Luis Calleja, que firmaba sus novelas con el seudónimo de John Louis Cromwell: “Serás hombre”, “El Conde de Montecristo”, “Los peregrinos de Baälbek”, “El círculo rojo”…
Ruíz de Velasco y Manolo Bermúdez –siempre en la radio- crearon un dúo, “Pototo” y “Boliche”, que divirtió durante muchos años a los niños españoles.
Luis Sánchez Polack y Joaquín Portillo –éste último, cantante de zarzuela-eran “Tip” y “Top” y hacían un humor surrealista, a lo Miura. Sánchez Polack formó luego otro dúo con José Luis Coll: “Tip” y Coll.
Nuestros hermanos del otro lado del mar tuvieron una gran importancia en el desarrollo y perfeccionamiento de la radio española. Uno de los primeros locutores latinoamericanos fue el argentino Iván Caseros.
Años después llegaría Pepe Iglesias, “El Zorro”, que tuvo un éxito espectacular. Todo el mundo, en el metro, el trolebús, la calle, las oficinas –cuando el jefe se iba al bar- tarareaba sus canciones y repetía sus dicharachos. El uruguayo Juan Carlos Mareco, “Pinocho”, tomó su antorcha y la mantuvo durante mucho tiempo encendida y en alto.
El “disc jockey” número uno era el chileno Raúl Matas. El cantante argentino Carlos Acuña personalizó a Carlos Gardel interpretando sus tangos en una serie sobre el inmortal “Morocho del Abasto” que escribió José Mallorquí.
Otro argentino, apellidado Vázquez Vigo, llegó a Madrid con una maleta abarrotada de manuscritos de folletines, que muy pronto salieron al aire.
Pero el gran arquitecto de la radiodifusión española –como se le ha denominado con toda justicia- fue Bobby Deglané, que merece capítulo aparte.
De padre francés y madre chilena de origen andaluz, nacido en Iquique (Chile), hombre inquieto, vital y aventurero, estudió periodismo en Estados Unidos, fue boxeador, promotor y narrador de peleas de lucha libre y fundador de revistas deportivas. Pero por encima de todo fue él también un “animal de radio” que dejó su sello personalísimo e imborrable en la radiofonía ibérica, a la que llevó los programas cara al público y otros con características monumentales, como “Cabalgata fin de semana” y “Carrusel Deportivo”.
El querido e inolvidable “Bobby”, achaparrado, moreno, extraordinariamente simpático, que animaba vestido de esmóquin sus programas con público, practicó en España el toreo de vaquillas y el rejoneo y se hizo querer por una audiencia multitudinaria y leal que lo aclamó y lo encumbró como pocas veces ha hecho con un comunicador. Una calle de Sevilla lleva su nombre.
(“Configuró un estilo popular que contrastaba con el lenguaje reposado, político, cultural y de tertulia prevalenciente entre los adinerados propietarios de receptores de radio y el alto nivel cultural de los lectores de prensa de la época”, se dice textualmente en un acertado perfil de Bobby Deglané que firma Jesús Castañón Rodríguez.)
Deglané no fue sólo un brillante animador de radio y un innovador, sino un icono, como se dice ahora, un símbolo, un hito no ya de la historia de la radiodifusión española, sino de la propia vida de España en una época en la que ya se avizoraban la libertad, el desarrollo y el progreso y descollaban profesionales de primera línea, sobre todo en los medios informativos.
Tuve la suerte de conocer y tratar a Bobby Deglané cuando él ya estaba semi retirado. Pasaba de los 60, pero seguía garboso y dicharachero. No le había ido bien en la televisión y eso le mortificaba. Regresó a la gráfica y de vez en cuando escribía alguna cosa para el diario Pueblo. Nos veíamos de tanto en tanto en el Café Gijón de Madrid. Yo, que lo escuchaba siempre y lo admiraba muchísimo, no soñé jamás con que llegaría a conocerlo y, ni mucho menos, que charlaría frecuentemente con él de tú a tú en un café frecuentado por celebridades en el que yo también tuve mi tertulia.
La radio fue nuestra gran compañera, del mismo modo que el cine fue nuestro sueño clandestino, nuestra válvula de escape: un modo formidable de evadirnos a mundos con melodía.
Volvíamos del colegio cuando ya se había ido la tarde y la luz de los faroles del alumbrado público le daba un reflejo verdoso a los rostros cansados de los hombres y las mujeres que salían del metro y emprendían el regreso al hogar después del trabajo.
Llegábamos a casa, conectábamos la radio –aquellas Telefunken de negra bakelita, con ojo mágico de verde guiño-. La voz ligeramente cascada del narrador Julio Varela, del cuadro artístico de Radio Madrid, nos contaba en el enésimo capítulo de “Los tres hombres buenos”, una novela del “Far West” de José Mallorquí, que a Diego de Abriles le habían metido una bala del 44 en un hombro y suspiraba, abrazado a su rifle Winchester, por Marisol Benavente en su catre de campaña, en un campamento de las afueras de Cedar Springs.
Días de radio y rosas…
La radio fue nuestra gran compañera, del mismo modo que el cine fue nuestro sueño clandestino, nuestra válvula de escape: un modo formidable de evadirnos a mundos con melodía.
Volvíamos del colegio cuando ya se había ido la tarde y la luz de los faroles del alumbrado público le daba un reflejo verdoso a los rostros cansados de los hombres y las mujeres que salían del metro y emprendían el regreso al hogar después del trabajo.
Llegábamos a casa, conectábamos la radio –aquellas Telefunken de negra bakelita, con ojo mágico de verde guiño-. La voz ligeramente cascada del narrador Julio Varela, del cuadro artístico de Radio Madrid, nos contaba en el enésimo capítulo de “Los tres hombres buenos”, una novela del “Far West” de José Mallorquí, que a Diego de Abriles le habían metido una bala del 44 en un hombro y suspiraba, abrazado a su rifle Winchester, por Marisol Benavente en su catre de campaña, en un campamento de las afueras de Cedar Springs.
Días de radio y rosas…
© José Luis Alvarez Fermosel
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