sábado, 21 de agosto de 2010

Aquel suelo lleno de espejos...

Escribía yo el otro día de mi vieja y querida Puerta del Sol de Madrid, por la que pasé y repasé cientos de veces, cuando aún se parecía a la plaza principal de una ciudad de provincias y era, los domingos por la tarde, el punto de reunión obligado de los soldados de reemplazo y las chicas de servir. “Sorchis” y “fogones”.
Ya estaba la pastelería La Mallorquina, entre las calles Mayor y Arenal, donde en uno de mis últimos viajes quise comprarle a mi madre una docena de merengues, que le gustaban mucho.
Sólo quedaba uno, a un euro. Un merengue, un euro. Un euro, un merengue. Escribí algo sobre esto. No podía ser de otra manera, la buena gente de La Mallorquina me dio el título.
Mi madre se citaba con su amiga Rosario en el Trust Joyero. Mario Lozano y yo cruzábamos la Puerta del Sol camino a la Carrera de San Jerónimo para tomarnos en L’Hardy una “combinación” –a base de vermú y ginebra-. Siempre estaba allí, y también bebía una “combinación”, y después otra, una señora mayor, muy bien vestida, maquillada en exceso, que fumaba cigarrillos con filtro.
Ya en la calle de Alcalá, pero muy cerca de la Puerta del Sol, estaba la sastrería Cid, donde se vestía el segundo marido de mi abuela. Un día, muchos años después de que desapareciera, dejando a mi abuela viuda por segunda vez, me hice hacer un traje en Cid. Me sentaba muy bien, pero me costó un ojo de la cara.
Escribió el poeta: “Parpadeaba, cercana, la Gran Vía, con las luces verdes y rojas de los cruces. Se oían timbrazos, gritos, bocinas y frenazos. Autos charolados que volvían con el perfume del tomillo de El Pardo, arrimaban lentamente al bar Pidoux, flanqueado de floristas, botones y vendedores de lotería. Salían muchachos “bien”, vestidos por Cid…”.
Nunca vi llover tan mansamente como en la Puerta del Sol. Era aquella una lluvia especial, diríase que cuidadosa, que no quería molestar; una lluvia que ponía sordina a la tarde recién comenzada, y cesaba de pronto, dejando el suelo lleno de espejos.
Los últimos tranvías convergían en la Puerta del Sol. No me refiero a los antiguos, tirados por mulas, porque esos no los conoci. Eran aquellos amarillos, cuyo cobrador llevaba uniforme azul marino y gorra de plato. Almirantes del asfalto.
Nunca me fijaba entonces en la Puerta del Sol, que siempre era para mí un lugar de paso, o de referencia. Total, estaba ahí, nadie me la iba a quitar. ¡Qué infeliz!
A la gente que venía de los pueblos le fascinaba la Puerta del Sol, sobre todo cuando los tranvías fueron sustituídos por los trolebuses y se erigió en ella la estatua de Carlos III, el rey alcalde, que tanto hizo por Madrid.
En la nota relacionada se cuenta cómo ha quedado la estación de metro de la Puerta del Sol, después de la última reforma. Mi hija María Soledad promete mandarme fotos.

© José Luis Alvarez Fermosel

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