viernes, 6 de agosto de 2010

En torno a un poema de Turgénev

Recuerdo un poema en prosa de Ivan Turgénev –profundo conocedor del alma rusa-, en el que un hombre pasea por el campo, una mañana de primavera, y sin darse cuenta llega a las proximidades de una aldea poblada por gente muy pobre.
Un mendigo se halla sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un árbol. Al ver llegar al paseante, bien vestido, aparentemente próspero, se yergue no sin cierta dificultad y se adelanta con paso vacilante hasta situarse frente a él. Entonces extiende una mano llagada, en una muda súplica.
El viandante, que ha salido a pasear sin dinero ni bien alguno, se mortifica. Mira con fijeza al menesteroso, que le sostiene la mirada con la suya, clara y dulce, y con un gesto espontáneo, estrecha su mano tendida.
El mendigo comprende, corresponde al apretón de manos, sonríe, mostrando su dentadura mellada y dice: “Hermano, esto también es una limosna”.
He recordado al mendicante de Turguénev toda vez que me he topado con alguno.
En España, los pobres que pedían limosna a la entrada de la iglesia o en otro lugar, en épocas afortunadamente preteridas, lo habían perdido todo menos esa dignidad tan española que no se pierde con los golpes que da la vida, por muy fuertes que estos sean, y que no excluye el sentido común, ni el sentido del humor.
Voltaire refiere en su Diccionario filosófico, en la parte referente al amor propio, la anécdota protagonizada por un mendigo de los alrededores de Madrid, que pedía altivamente limosna. Un transeúnte le dijo: “¿No te da vergüenza practicar esta actividad infame, pudiendo trabajar?”. Y el mendigo le contestó inmediatamente: “Señor mío, yo pido dinero, no consejos”, tras lo cual, en palabras de Voltaire, “volvió la espalda con la dignidad de un castellano”.
El humorista español Noel Clarasó acuñó a este propósito un refrán: “El que da consejos a quien le pide dinero, pierde el tiempo, y si además le da dinero, pierde las dos cosas”.
Hace muchos años, cuando yo todavía vivía en España, había en Burgos un pobre que solía instalarse casi siempre en las inmediaciones de la catedral. Un turista extranjero le pidió un día que le dijera dónde estaba una determinada calle. Como no se entendían, el pordiosero optó por acompañar al turista hasta donde quería ir y luego se despidió.
El turista sacó de su cartera un billete de cien pesetas, lo cual era entonces una limosna espléndida, y se lo tendió a su improvisado guía, quien lo rechazó indignado, diciéndole: “Yo he venido hasta aquí con usted para hacerle un favor, y los favores no se pagan. Ahora bien, como soy mendigo, si va usted a la catedral y al verme en la puerta me da una limosna, se la aceptaré encantado”.
Ojalá que llegara un día en el que nadie tuviera que lanzarse a la calle a pedir limosna, con dignidad o sin ella, con sentido del humor o sin él.

© José Luis Alvarez Fermosel

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