miércoles, 8 de junio de 2011

Breve historia de Rodolfo, venado familiar

Rodolfo, también llamado Renato y, por al­gunos muy íntimos Pablito; mi tierno, mi entrañable, mi amantísimo venado familiar, tenía siete años -y siete cuernos sobre el esternón del asta como siete dulces ramitas de almendro- cuando murió, aquella mañana de mayo, ahora hace ya dieciséis años, de un golpe de postas so­bre su romántico corazón de poeta ido, aquel co­razón que le asomaba al núbil mirar como una leve sensación de vergüenza, como un indisimulado azoramiento de amor, con un rubor cons­tante.
Sobre la chimenea de mi casa, Rodolfo, con sus ojazos de recién casada, duerme el nirvana de los venados justos, con la cuerna florida de pajaritos, el hocico sonriente y negro y todo el ademán -entre despreciativo, cínico y suplican­te- de un héroe de Barbey o de Musset.
Se me llenan los ojos de lágrimas al acariciar el cuello de Rodolfo, que asoma de la pared por encima de la pirata Bounty, la fragata matri­culada en el campo de Avila, y en cuya popa se lee la cifra del armador: J. Fernández Cebreros. 1949.
De la cuerna florida de Rodolfo, que fue un cornudo guapo, sentimental y pagano, como los diosecillos menores del mar Egeo, miran al estrecho universo los siete pájaros de ¡as dos ra­mas, la de aquí y la de allá; los catorce latidos multicolores del cielo azul, la pajarería que no quiso dejarlo y fue a posar, como en un recón­dito bosquecillo, en los árboles que echaron raíces en los sesos de Rodolfo de !a Salmoinissade, el venado gabacho, mi amoroso venado familiar.
Y la oropéndola, y la filomela, y el talín, y el verdezuelo, y el pintadillo, y la cardelina, y la calandria, y el pinzón real, y el pizpitillo, y la totovía, y el mirlo, y el zorzal, y el petirrojo, y el tentenlaire, y el colibrí, y el reyezuelo, y el cla­rín de la selva, y el pájaro carpintero, duermen al tiempo de Rodolfo -¡más pajaricos que cuer­nos!-, ayunan mientras Rodolfo ayunan y están dispuestos a levantar el vuelo -ellos con sus tripas de serrín- cuando Rodolfo quiera echar a andar, el día menos pensado.
Son las avecillas de la Congregación de Her­manos Pájaros de la Buena Muerte, aquellas ave­cicas que el poeta San Juán de la Cruz compa­rara con la ocasión -que quien la pierde, como quien soltó el pájaro de la mano, jamás la vol­verá a cobrar- que acompañan en su sacrificio a Rodolfo, aun después de tener sordo el cora­zón, como el llanto de las praderas verdes que Rodolfo trotó, y el rumor de la clara fuente en que Rodolfo bebió, y la sombra de la aromática madreselva a cuyo amparo Rodolfo durmió la siesta cualquier tarde, como en un poema de Debussy.
Quisiera conocer la verdadera historia de Ro­dolfo y sus amores, para poder escribir un lar­go y apasionado libro de nombre confuso que se subtitulase algo así como Suave rumor de una adolescencia atormentada y que llevase en cada capítulo unas citas con pensamientos de Goethe y de Lamartine.
A mis hijos, cuando llegasen a la edad de en­tender historias de amores desgraciados, les con­taría, poniéndome muy serio, la fábula de Ro­dolfo de Salmoinissade, mi venado, la criatura que murió una mañana de primavera, cuando to­dos los pájaros se convirtieron en hienas en la pelea por su acompañamiento.
Porque nada vacía más mi corazón de esas compasiones inútiles que, aun sin querer, lo ador­nan todavía, que el sentirlo latir al lado de Ro­dolfo, que es como un dios en el museo, o un bosque de poesía, o un cepo para todos los pája­ros bienintencionados.
Cuando la noche se viste con sus estrellas más escandalosas y, en la noche, aun las palabras más tiernas se pronuncian tan bajo que ya nadie ni las oye, Rodolfo, apartándose de mi pared, se divierte paseando por mi casa, como un alma en pena, con las pezuñas del espíritu cubiertas con los algodones del silencio.
La otra noche, que me levanté a beber un vaso de agua, sorprendí a Rodolfo en mi biblioteca leyendo La vida retirada, de Fray Luis de León. Tuve que reprenderlo, volviendo un poco la ca­beza por mor de una lágrima que no avisó.
- ¡Pero, hombre, Rodolfo, qué horas son és­tas de estar despierto!

© Camilo José Cela
(Del libro: “Cajón de sastre”)

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