jueves, 16 de junio de 2011

La lluvia de los poetas

Los escritores se ocuparon desde tiempo inmemorial de fenómenos atmosféricos como tormentas, huracanes, nevadas y, por encima de todo, la lluvia.
Recordemos La tempestad, de William Shakespeare, y acerca de truenos en particular El trueno entre las hojas, del paraguayo Augusto Roa Bastos y el personaje Capitán Trueno, del español Víctor Mora y el filipino de lengua española Miguel Zaragoza.
En lo que se refiere a la lluvia tenemos al colombiano Gabriel García Márquez con su Isabel viendo llover en Macondo, el mexicano Víctor Villaseñor con Lluvia de oro y el inglés Somerset Maughan con Lluvia a secas, valga el contrasentido, pues ya sabemos que no hay nada más húmedo que la lluvia.
La lluvia transportó a varios autores al embeleso: el chileno Pablo de Rokha (Carlos Díaz Loyola) habla en su poema La idolatrada de los naranjos melancólicos y las tejas lluviosas.
Escampa y los escritores se vuelven de secano, pero llueve otra vez e inmediatamente vuelven a aparecer poemas, artículos, novelas, cuentos y aun dichos sobre el tema
Los españoles no se quedan atrás. Acordémonos de Mazurca para dos muertos, de Camilo José Cela: Llueve mansamente y sin parar… Ramón Gómez de la Serna dice en una de sus greguerías: La lluvia acaba por olvido, pero a veces vuelve a acordarse y vuelve a llover, y aquello otro de Francisco Umbral: La lluvia preotoñal era un traje para la desnudez de nuestro encuentro.

La lluvia en el jardín

Es que la lluvia, la verdad, es preciosa. Para ver cómo cae, oblicua y firme sobre el jardín, tendiendo una cortina sobre árboles y plantas, y uno la ve con la cara contra los vidrios de una ventana, en una habitación caldeada con sillones cómodos, muchos libros, algunos cuadros de firma y uno tiene una copa de brandy añejo, caldeada, entre las manos y se dispone a tomar un cigarro puro de una caja de Montecristos del número cuatro que está en un escritorio inglés.
Ella se ha quedado dormida, desmadejada en un diván tapizado de rojo, con un ejemplar de bolsillo de “La huída”, de Adam Thirlwell abierto sobre el pecho y un brazo colgando cuya mano roza la alfombra.
La música de Delius, de una ideal melancolía.
¡Ah, la lluvia, qué poética, qué inspiradora es si se contempla de semejante modo, por poner un solo ejemplo! No es extraño, pues, que los artistas, y entre ellos los poetas la sientan desde el éxtasis terrenal de sus almas.

Un anticipo del frío del invierno

Pero ya quisiera yo ver a esos creadores a las siete y media de la mañana de un lunes, bajo esa lluvia especial que se anticipa al verdadero frío del invierno, y que tiene la propiedad de colarse por el cuello del impermeable y recorrerte la espalda, haciéndote estremecer; esa lluvia sucia y triste, pintipirada para los resfríos de nariz: lluvia que te impulsa a quedarte en tu casa –cosa que no puedes hacer- y convierte a la gente en fantasmas que acechan tras las vidrieras.
Te salpica el agua sucia que lanzan los coches a las aceras. Los trolebuses no paran porque van llenos hasta el tope y ya no cabe más gente. Lo mismo pasa en el metro, que va abarrotado. Los taxis, los pocos que se ven ibres, no paran, o varios de ellos, al menos, no se sabe por qué. Lo único que hace falta es un poco de viento, para que te dé vuelta el paraguas.
La lluvia es bienvenida en verano, en el campo, sobre todo después de una prolongada sequía. Antes de llover sopla un vientecillo agradable. El cielo se agita a baja altura, como a orillas del mar cuando se avecina una tormenta. Huele a tierra mojada, uno de los mejores aromas del mundo.
Aquella tarde iba a llover… Unas niñas cantaban en la Plaza de Isabel II, cerca del Teatro Real, con la Sierra de Guadarrama como telón de fondo.

¡Qué llueva, que llueva,
la Virgen de la Cueva;
los pajaritos cantan,
las nubes se levantan…!

© José Luis Alvarez Fermosel

Notas relacionadas:
Lluvia (II)

No hay comentarios: