Me lo contó Henri de Lavoucoupé, vizconde de Brasserie, que sirvió en la Legión Extranjera francesa y combatió en Indochina. Era uno de esos días blanquecinos y duros del invierno madrileño. Henri y yo bebíamos coñac español en la barra de Club 31, a un tiro de pistola de la Puerta de Alcalá. Dimitía la tarde.
"Cuando un mono envejece en la selva —me contaba Lavoucoupé—, se separa del grupo. Lo hace con cierta sordina, la misma con que los simios jóvenes van marginándolo. El viejo mono pasa cada vez más inadvertido. Ya no puede dar nada, ya nadie lo necesita. Cuando llega el invierno y los monos jóvenes emigran a tierras más cálidas, el viejo mono se queda solo”.
"Aterido, débil y triste, el mono anciano se muere un dia cualquiera al pie de un árbol, y ahí se queda hasta que las fieras carroñeras devoran su cadáver sin que nadie sepa, ni le importe si se murió de frío, de soledad, de vejez, de tristeza o de las cuatro cosas juntas", concluyó Henri.
De Lavoucoupé, alto, delgado, distinguido, tenía los ojos ambarinos y el rostro anguloso atezado por el sol y las fogatas de campaña. En la época en que yo lo trataba lucía una perilla a lo Van Dyck, en la que asomaban algunas canas.
Hablamos -y bebimos- largo y tendido aquella tarde Henri de Lavoucoupé y yo. Nos vimos después algunas veces, siempre en Madrid, donde él vivía entonces. Luego, yo me fuí a Londres y allí pasé algunos años. Cuando regresé, Lavoucoupé, que desempeñaba un cargo importante en la sucursal madrileña del laboratorio suizo Roche, ya no estaba en Madrid. Por amigos comunes, supe que se le relacionaba con Lagaillarde y otros miembros de la OAS (1). Le eché de menos porque era un hombre culto e ingenioso con el que daba gusto hablar.
No sé quién me dijo un día que Henri se había ido al (ex) Congo a luchar contra los simbas y que formó parte de los 500 hombres lanzados en paracaídas en Stanleyville con el coronel Laurent, a fin de rescatar a los misioneros que el jefe simba, Christopher Gbenye quería quemar vivos en la plaza Mayor.
El caso es que ya no volví a ver a Lavoucoupé. No lo encontré en París, ni en Ginebra ni en ninguna otra de las ciudades europeas por las que yo zascandilée durante aquellos años inolvidables, en tantos aspectos.
No mucho tiempo después leí la novela de Antoine Blondin, "Un mono en invierno”. Vi una película que se hizo de la novela con Jean Gabin y Jean Paul Belmondo de protagonistas. La película -lo que no suele ocurrir- superó a la novela, como en los casos de "Lo que el viento se llevó", “La Clave es Rebeca" -una serie de televisión- y "Fort Sagan” con Gerard Depardieu, por no poner más ejemplos.
Jean Gabin personifica en la película a un ex legionario que luchó en Indochina -como Lavoucoupé- y cuando envejece se retira a una pequeña ciudad costera del norte de Francia, donde abre un hotel.
Alli lleva una vida rutinaria y monótona con su mujer, una vieja amargada que le hace la vida imposible. Ex alcohólico, ya no bebe. Ni siquiera vino con las comidas. En invierno ve pasar sentado en un sillón los dias de lluvia, uno tras otro, a través de los ventanales del “hall” del hotel.
Un día a la semana, supongamos que el jueves, va a visitar a una amante con la que ya no hace el amor. Sólo le habla de sus recuerdos de guerra. Ella le escucha en silencio, fumando cigarrillos en una larga boquilla de ámbar. En el “boudoir”, decorado a la moda oriental, humean pebeteros y hay cortinas rojas y un biombo laqueado.
Un día aparece un joven forastero -que encarna Jean Paul Belmondo-. Está separado de su mujer y tiene una hija casi adolescente que estudia en un internado de monjas del pueblo. Se hospeda en el hotel de Gabin, que lo recibe hoscamente. El recién llegado bebe mucho, persigue a todas las mujeres jóvenes que encuentra, torea de noche en la carretera a los automóviles con su cazadora de cuero y hace toda clase de disparates, contando con la secreta complacencia del viejo ex legionario.
Como era de esperar, el viejo y el joven se hacen amigos. Salen a pasear los domingos por la tarde, cuando hay sol. La mujer del hotelero gruñe y se balancea en una mecedora, tejiendo una interminable bufanda de lana.
El viejo ya no está solo. Ha encontrado un amigo, o más bien, al hijo que no pudo tener y a una nieta, por añadidura.
Pero un día llama la mujer del chico y le dice que le echa de menos. Y él decide hacer las paces con ella y volver a la capital. La última escena de la película muestra a Jean Gabin en una estación de tren, despidiendo a su joven amigo. Gabin lleva gabardina blanca y sombrero.
La estación es sombría, tiene un toque de sordidez, como todas las estaciones de ferrocarril. El tren sale. Se ve que el viejo ex legionario siente ganas de beber, de ir a la cantina de la estación y echar un trago. Pero no lo hace. Saca un caramelo de un bolsillo de la gabardina, lo desenvuelve y se lo mete en la boca. Sólo cuando el tren se ha perdido en la distancia, se va con los hombros vencidos y el paso desganado y cansino. Está solo, otra vez. Ya es un mono en invierno.
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Evocaba yo, días pasados, a Lavoucoupé, Blondin, su novela, la película de Gabin y Belmondo. Recordaba, en una palabra, la historia del mono en invierno. Estaba solo en un café del centro. Una musiquilla insidiosa venía del fondo. Olía a cerveza, un poco ácida, me pareció, y a moho. Pensé en meterme en un cine. Asi que busqué la cartelera en el diario que estaba leyendo. La primera película que saltó a mi vista fue "Un corazón en invierno", con Daniel Auteuil y Emanuelle Beart. Estampé el periódico contra la mesa de fórmica con cierta violencia. Llamé al mozo, pagué y me fui.
Dos días después me encontré en la calle Corrientes con mi viejo amigo Enrique Estrázulas (2). Venía Estrázulas muy elegante, como si acabara de salir del bingo del Canóe. Caminaba a paso de carga, con un verde sombrerito picarón sobre la noble testa, ya casi de medalla o de busto de prócer.
Ahíto de playas, plazas históricas y barrios portuarios, de cafés sombríos y un poquito canallas, casi baudelerianos, un Estrázulas urbano y elegante mordía con cierta “nonchalance” simpática el filtro de su cigarrillo rubio y sus oscuros ojos perspicaces lanzaban miradas que, más que miradas, parecían pinzas de langosta. Para mí que iba a encontrarse con una mujer, tal vez con la suya. O quizá fuera a una recepción de embajada o a un “vernissage”. Al fin y al cabo es diplomático.
- ¡Enrique, muchacho...!, ¿qué dices, qué es de tu vida, qué estás escribiendo?
- Pues mira, estoy escribiendo una novela que seguramente se titulará “Miedo al invierno". Miedo a la decadencia, a la decrepitud, miedo al invierno de la vida, al ocaso- me contestó.
Cambié unas cuantas palabras más con Estrázulas, que me miraba como si me viera raro. Me despedí de él un poco abruptamente.
Lo primero que hice cuando llegué a mi casa fue mirarme en un espejo. Mis ojos me devolvieron una mirada melancólica. Tenía ojeras violáceas y un cierto rictus de amargura en la boca. Me sentí cansado y solo. Llamé a la casa de mis hijos, pero ninguno de los dos estaba en ella. Encendí un cigarrillo.
La historia del mono en invierno de Lavoucoupé volvió a mi memoria. Cerré los ojos y vi a Jean Gabin con su gabardina blanca, en la estación. Un corazón en invierno, miedo al invierno... Una frase –la frase de los chicos de ahora-: “Ya fuiste”.
Mañana será otro día. Y un día cualquiera será uno un mono en invierno.
(1) Organización del Ejército Secreto que se enfrentó en Francia con Charles de Gaulle y atentó varias veces contra su vida, a causa de la independencia de Argelia en los años 60.
(2) Escritor, periodista y diplomático uruguayo, autor de cinco novelas y tres libros de cuentos que, a juicio de la crítica, sigue la rica vena tradicional de Felisberto Fernández, continuada después por Mario Benedetti, Mario Levrero y otros.
"Cuando un mono envejece en la selva —me contaba Lavoucoupé—, se separa del grupo. Lo hace con cierta sordina, la misma con que los simios jóvenes van marginándolo. El viejo mono pasa cada vez más inadvertido. Ya no puede dar nada, ya nadie lo necesita. Cuando llega el invierno y los monos jóvenes emigran a tierras más cálidas, el viejo mono se queda solo”.
"Aterido, débil y triste, el mono anciano se muere un dia cualquiera al pie de un árbol, y ahí se queda hasta que las fieras carroñeras devoran su cadáver sin que nadie sepa, ni le importe si se murió de frío, de soledad, de vejez, de tristeza o de las cuatro cosas juntas", concluyó Henri.
De Lavoucoupé, alto, delgado, distinguido, tenía los ojos ambarinos y el rostro anguloso atezado por el sol y las fogatas de campaña. En la época en que yo lo trataba lucía una perilla a lo Van Dyck, en la que asomaban algunas canas.
Hablamos -y bebimos- largo y tendido aquella tarde Henri de Lavoucoupé y yo. Nos vimos después algunas veces, siempre en Madrid, donde él vivía entonces. Luego, yo me fuí a Londres y allí pasé algunos años. Cuando regresé, Lavoucoupé, que desempeñaba un cargo importante en la sucursal madrileña del laboratorio suizo Roche, ya no estaba en Madrid. Por amigos comunes, supe que se le relacionaba con Lagaillarde y otros miembros de la OAS (1). Le eché de menos porque era un hombre culto e ingenioso con el que daba gusto hablar.
No sé quién me dijo un día que Henri se había ido al (ex) Congo a luchar contra los simbas y que formó parte de los 500 hombres lanzados en paracaídas en Stanleyville con el coronel Laurent, a fin de rescatar a los misioneros que el jefe simba, Christopher Gbenye quería quemar vivos en la plaza Mayor.
El caso es que ya no volví a ver a Lavoucoupé. No lo encontré en París, ni en Ginebra ni en ninguna otra de las ciudades europeas por las que yo zascandilée durante aquellos años inolvidables, en tantos aspectos.
No mucho tiempo después leí la novela de Antoine Blondin, "Un mono en invierno”. Vi una película que se hizo de la novela con Jean Gabin y Jean Paul Belmondo de protagonistas. La película -lo que no suele ocurrir- superó a la novela, como en los casos de "Lo que el viento se llevó", “La Clave es Rebeca" -una serie de televisión- y "Fort Sagan” con Gerard Depardieu, por no poner más ejemplos.
Jean Gabin personifica en la película a un ex legionario que luchó en Indochina -como Lavoucoupé- y cuando envejece se retira a una pequeña ciudad costera del norte de Francia, donde abre un hotel.
Alli lleva una vida rutinaria y monótona con su mujer, una vieja amargada que le hace la vida imposible. Ex alcohólico, ya no bebe. Ni siquiera vino con las comidas. En invierno ve pasar sentado en un sillón los dias de lluvia, uno tras otro, a través de los ventanales del “hall” del hotel.
Un día a la semana, supongamos que el jueves, va a visitar a una amante con la que ya no hace el amor. Sólo le habla de sus recuerdos de guerra. Ella le escucha en silencio, fumando cigarrillos en una larga boquilla de ámbar. En el “boudoir”, decorado a la moda oriental, humean pebeteros y hay cortinas rojas y un biombo laqueado.
Un día aparece un joven forastero -que encarna Jean Paul Belmondo-. Está separado de su mujer y tiene una hija casi adolescente que estudia en un internado de monjas del pueblo. Se hospeda en el hotel de Gabin, que lo recibe hoscamente. El recién llegado bebe mucho, persigue a todas las mujeres jóvenes que encuentra, torea de noche en la carretera a los automóviles con su cazadora de cuero y hace toda clase de disparates, contando con la secreta complacencia del viejo ex legionario.
Como era de esperar, el viejo y el joven se hacen amigos. Salen a pasear los domingos por la tarde, cuando hay sol. La mujer del hotelero gruñe y se balancea en una mecedora, tejiendo una interminable bufanda de lana.
El viejo ya no está solo. Ha encontrado un amigo, o más bien, al hijo que no pudo tener y a una nieta, por añadidura.
Pero un día llama la mujer del chico y le dice que le echa de menos. Y él decide hacer las paces con ella y volver a la capital. La última escena de la película muestra a Jean Gabin en una estación de tren, despidiendo a su joven amigo. Gabin lleva gabardina blanca y sombrero.
La estación es sombría, tiene un toque de sordidez, como todas las estaciones de ferrocarril. El tren sale. Se ve que el viejo ex legionario siente ganas de beber, de ir a la cantina de la estación y echar un trago. Pero no lo hace. Saca un caramelo de un bolsillo de la gabardina, lo desenvuelve y se lo mete en la boca. Sólo cuando el tren se ha perdido en la distancia, se va con los hombros vencidos y el paso desganado y cansino. Está solo, otra vez. Ya es un mono en invierno.
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Evocaba yo, días pasados, a Lavoucoupé, Blondin, su novela, la película de Gabin y Belmondo. Recordaba, en una palabra, la historia del mono en invierno. Estaba solo en un café del centro. Una musiquilla insidiosa venía del fondo. Olía a cerveza, un poco ácida, me pareció, y a moho. Pensé en meterme en un cine. Asi que busqué la cartelera en el diario que estaba leyendo. La primera película que saltó a mi vista fue "Un corazón en invierno", con Daniel Auteuil y Emanuelle Beart. Estampé el periódico contra la mesa de fórmica con cierta violencia. Llamé al mozo, pagué y me fui.
Dos días después me encontré en la calle Corrientes con mi viejo amigo Enrique Estrázulas (2). Venía Estrázulas muy elegante, como si acabara de salir del bingo del Canóe. Caminaba a paso de carga, con un verde sombrerito picarón sobre la noble testa, ya casi de medalla o de busto de prócer.
Ahíto de playas, plazas históricas y barrios portuarios, de cafés sombríos y un poquito canallas, casi baudelerianos, un Estrázulas urbano y elegante mordía con cierta “nonchalance” simpática el filtro de su cigarrillo rubio y sus oscuros ojos perspicaces lanzaban miradas que, más que miradas, parecían pinzas de langosta. Para mí que iba a encontrarse con una mujer, tal vez con la suya. O quizá fuera a una recepción de embajada o a un “vernissage”. Al fin y al cabo es diplomático.
- ¡Enrique, muchacho...!, ¿qué dices, qué es de tu vida, qué estás escribiendo?
- Pues mira, estoy escribiendo una novela que seguramente se titulará “Miedo al invierno". Miedo a la decadencia, a la decrepitud, miedo al invierno de la vida, al ocaso- me contestó.
Cambié unas cuantas palabras más con Estrázulas, que me miraba como si me viera raro. Me despedí de él un poco abruptamente.
Lo primero que hice cuando llegué a mi casa fue mirarme en un espejo. Mis ojos me devolvieron una mirada melancólica. Tenía ojeras violáceas y un cierto rictus de amargura en la boca. Me sentí cansado y solo. Llamé a la casa de mis hijos, pero ninguno de los dos estaba en ella. Encendí un cigarrillo.
La historia del mono en invierno de Lavoucoupé volvió a mi memoria. Cerré los ojos y vi a Jean Gabin con su gabardina blanca, en la estación. Un corazón en invierno, miedo al invierno... Una frase –la frase de los chicos de ahora-: “Ya fuiste”.
Mañana será otro día. Y un día cualquiera será uno un mono en invierno.
(1) Organización del Ejército Secreto que se enfrentó en Francia con Charles de Gaulle y atentó varias veces contra su vida, a causa de la independencia de Argelia en los años 60.
(2) Escritor, periodista y diplomático uruguayo, autor de cinco novelas y tres libros de cuentos que, a juicio de la crítica, sigue la rica vena tradicional de Felisberto Fernández, continuada después por Mario Benedetti, Mario Levrero y otros.
© José Luis Alvarez Fermosel
4 comentarios:
Estimado Caballero Español: Lo felicito por este relato tan hermoso. Yo ví la película que usted describe. ¡´qué buena! Ahora, el relato suyo ¿es ficción o le pasó de verdad? Un beso. Mónica (Bernal)
Mónica: El relato está basado en la más estricta realidad y los personajes existen, o existieron, porque hace mucho que no se nada del aristócrata y aventurero francés y del escritor uruguayo. Escribí el relato en cuestión hace ya unos cuantos años. Ahora lo he retocado un poco y lo he colgado en el blog. Me alegro de que te gustara la película. Gracias por tus elogios. Cariños.
Madre mía, qué bien escribes...
Querida Àngels, qué generosa eres. Da gusto escribir pensando que es posible que uno reciba un elogio tan sincero y tan intenso, en su concisión, como el tuyo. Cariños.
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