El remoloneo es ese estado, parecido al estado de gracia, en el que uno vive una suerte de semi vigilia muelle, o duermevela soñadora y cuando se despierta por sí mismo sin despertarse del todo, decide quedarse un rato más amparado en la dulce tibieza del lecho, pensando, es decir, soñando entre dormido y despierto con cosas bonitas, como que se enamora de uno una chica preciosa de pelo rojo Tiziano y ojos verdes, o que gana el premio gordo de la lotería y pasa a ser millonario de la noche a la mañana.
Remolonear es uno de los pocos placeres que no exigen dinero, esfuerzo o concentración. Basta con ser consciente de que uno no está del todo consciente y que, por tanto, se puede permitir el lujo de no preocuparse por nada, de sentir que uno está en el limbo, que nada ni nadie podrá hacer que le suba la presión arterial o cargarle la conciencia con algo que le pese.
Mejor si hace frío, sopla el viento o llueve. En este último caso, el golpeteo de la lluvia contra los cristales de la ventana nos advertirá que mejor sería no salir a la calle, a la que tendremos que incorporarnos en muy poco tiempo pero que, mientras estamos remoloneando, se nos presenta como algo lejano e incluso irreal.
Remolonear no es hacerse el remolón ni eludir responsabilidades, ni dejar de sentir culpas. Es sólo darse una tregua, dejarse llevar por no se sabe qué ni quién, es decir, sí: por uno mismo, por lo poco que le queda de imaginativo, de soñador, de novelero en este mundo globalizado, más aún, virtualizado, que tecnifica cada día un poco más el bueno de Bill Gates.
Quien remolonea se atrasa sabiendo que ese retraso no va a perjudicarle, sino todo lo contrario. El remoloneo es un ejercicio de retroalimentación, un remedio contra el estrés, un premio que no se saca uno en la rifa de la vida, sino que se adjudica uno mismo, lo cual le hace sentirse intocable, acorazado, todopoderoso, invencible y, además, en un estado seráfico.
Son sólo unos minutos: tal vez media hora, como máximo. Pero es suficiente. A la hora de afeitarnos, la expresión de nuestra cara nos dirá, desde el espejo, que vamos a resistir mejor el paso por el purgatorio cotidiano en el que entraremos unos minutos después de remolonear y permaneceremos hasta que regresemos a casa con la moral por el suelo y los nervios rotos.
Señora, señor, muchachos, ¿ustedes remolonean? ¿No? Pues pónganse a practicar mañana mismo. Bill Gates -volvemos a citarlo- piensa reducir el tamaño de la cama, bajarla hasta el suelo y conectarla a Internet. Y todavía no se puede remolonear por la red de redes.
Mejor si hace frío, sopla el viento o llueve. En este último caso, el golpeteo de la lluvia contra los cristales de la ventana nos advertirá que mejor sería no salir a la calle, a la que tendremos que incorporarnos en muy poco tiempo pero que, mientras estamos remoloneando, se nos presenta como algo lejano e incluso irreal.
Remolonear no es hacerse el remolón ni eludir responsabilidades, ni dejar de sentir culpas. Es sólo darse una tregua, dejarse llevar por no se sabe qué ni quién, es decir, sí: por uno mismo, por lo poco que le queda de imaginativo, de soñador, de novelero en este mundo globalizado, más aún, virtualizado, que tecnifica cada día un poco más el bueno de Bill Gates.
Quien remolonea se atrasa sabiendo que ese retraso no va a perjudicarle, sino todo lo contrario. El remoloneo es un ejercicio de retroalimentación, un remedio contra el estrés, un premio que no se saca uno en la rifa de la vida, sino que se adjudica uno mismo, lo cual le hace sentirse intocable, acorazado, todopoderoso, invencible y, además, en un estado seráfico.
Son sólo unos minutos: tal vez media hora, como máximo. Pero es suficiente. A la hora de afeitarnos, la expresión de nuestra cara nos dirá, desde el espejo, que vamos a resistir mejor el paso por el purgatorio cotidiano en el que entraremos unos minutos después de remolonear y permaneceremos hasta que regresemos a casa con la moral por el suelo y los nervios rotos.
Señora, señor, muchachos, ¿ustedes remolonean? ¿No? Pues pónganse a practicar mañana mismo. Bill Gates -volvemos a citarlo- piensa reducir el tamaño de la cama, bajarla hasta el suelo y conectarla a Internet. Y todavía no se puede remolonear por la red de redes.
© José Luis Alvarez Fermosel
4 comentarios:
¡Bienaventurados los remoloneadores, porque sabemos de antemano lo que es el paraíso!:-)
Abrazo, Caballero!
Sí, lo malo es que en cuanto dejamos de remolonear nos vamos por lo menos al Purgatorio. Tus comentarios son siempre bienvenidos y agradecidos. Cariños.
Y bueno Caballero...después de todo en el Purgatorio está la fuente aquella que conserva los buenos recuerdos..y eso no está nada lejos de parecerse al Paraíso también! :-)
Hace poco me dí cuenta que hasta tiene Ud. la gentileza de responder a los comentarios de los lectores.
Tenga en cuenta que muchas veces uno lee y no cabe un comentario. Qué agregar, por ejemplo,a posts como Automat si está todo dicho.
Tuve la intención de reivindicar la fidelidad de mi "gremio" en De libros y lecturas (después de todo si no fuera por la traición de un traductor el zapatito de la Cenicienta no sería de cristal como lo conocemos)pero era tan exacto lo demás que no valía la pena ni siquiera bromear.
Un gusto siempre:leerlo y escucharlos (cuando el remoloneo lo permite)
Abrazo
Laura
Gracias, Laura, por tu fidelidad (también en la radio). Cariños.
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